Thursday, June 21, 2007

ESTUDIO DE LAS DIFERENCIAS EN EL RENDIMIENTO ACADÉMICO POR GÉNERO


I. ANTECEDENTES Y JUSTIFICACIÓN

1. 1. Realidad problemática y antecedentes:

Según estudios sociológicos, psicológicos y biológicos, la mujer estaría predispuesta a progresar cualitativamente más que el hombre. Aparentemente, las condiciones sociales actuales favorecen su desarrollo. Su progreso se habría ido manifestando progresivamente a lo largo del tiempo. A partir del siglo XIX el aporte de la mujer en las diferentes áreas del conocimiento, en comparación con otras épocas, habría comenzado a resaltarse. Ya en el siglo XXI se ha dejado evidenciar con total libertad, llegando a superar, en muchos casos, la supremacía del varón en el mundo del conocimiento.

Prácticamente ya no existe ningún límite que impida a la mujer desarrollarse plenamente en la sociedad. La mujer, se dice actualmente, está mejor dotada que el hombre. Este tipo de afirmaciones son recientes y se fundamentan en la observación. A nivel intelectual, e incluso físico, la mujer estaría superando sus limitaciones, muchas de ellas impuestas por el hombre a lo largo del tiempo. En el deporte rey, por ejemplo, ella realiza driblings que él no podría superar, únicamente con privaciones y el más riguroso entrenamiento. La mujer es más ligera, por lo tanto más ágil y veloz; obviamente, sus características son elocuentes. Por otra parte, uno de los primeros referentes de la mujer sobreponiéndose inteligentemente sobre el machismo burgués sería Sor Juana de la Cruz, poeta e intelectual de origen mejicano. Otro referente, y quizá el más importante, sería Simone de Beauvoir, filósofa de origen francés, cultora de la base intelectual para una filosofía sobre liberación de la mujer, sutil protagonista de este último tramo de la historia moderna.

El Segundo Sexo, notable obra de esta escritora, es un ensayo muy extenso sobre la mujer, concebida como un ente histórico, social y biológico. Es considerado enciclopédico pues aborda el tema integrando filosofía, psicología, historia, antropología y biología. Dada la relevancia de la autora, se analizará y tomará como marco teórico, entre otras, esta obra.

Según estudios psicológicos, la mujer desarrolla su personalidad y se identifica más rápido que el hombre. Es capaz de engendrar; alcanza la madurez física en la adolescencia; a todo esto sumamos su manifiesta voluntad de progreso como género. Las competencias académicas –por ejemplo lecturabilidad y capacidad de investigación- las desarrolla con mayor eficiencia. Es eficaz administrando su tiempo y sus conocimientos. Lee más y comprende mejor. En el ámbito laboral, ha asumido papeles que antes eran exclusivos del hombre. Toman, en muchos casos, mejores decisiones y son más responsables.

Todo el siglo 20 se ha luchado ciega y vehemente por el poder. Las grandes economías mundiales han procurado asirse del poder, sometiendo sistemáticamente sobre todo al hombre, genio civilizador, castrando de manera sutil pero progresivamente su voluntad y capacidad de cognición. Los condicionamientos de los medios, la política errática, la crisis económica y la desintegración de las familias están afectando a la humanidad, dadas las evidencias, a nivel de género. Las taras de carácter sexual, la infertilidad, las diferentes formas de neurosis, entre otros males de nuestro tiempo, son el resultado del norte político y económico que ha tomado el mundo. En breve, haciendo una prospección de los hechos, sería la mujer quien tomara la batuta del desarrollo de la especie. Probablemente, si es inevitable frenar los impulsos tanáticos del mundo, el hombre, como género, desaparecerá.

Freud, Reich y Kinsey atisbaron una realidad ahora tangible; sus estudios, en algún momento, evidenciaron un plus favorable al desarrollo de la mujer. Un plus que, si es maximizado, podría convertirse en un factor de transformación social.

Ahora, admito que el tema de estudio es espinoso pues, podría ser visto, en el peor de los casos, como una forma sutil de machismo. No se trata de sugerir que hombre y mujer estén en competencia por ver quién llega primero a la meta de la existencia. No. Únicamente se busca mostrar una realidad problemática y conciliar, en la medida que lo permita este trabajo de investigación, las diferencias entre hombre y mujer.

En suma, la investigación considera una realidad problemática en la formación académica, puesto que en teoría, el rendimiento académico debería ser proporcional.


2. Justificación:

El presente trabajo de investigación se justifica porque:

Evidencia una problemática en el sistema educativo.
A partir de la problemática evidenciada permitirá abrir una línea de investigación.
Posibilitará producir una serie de estrategias educativas para promover el desarrollo equitativo de los géneros en acuerdo con la realidad en tránsito.



II. ENUNCIADO DEL PROBLEMA:

¿En qué medida la política educacional acentúa las diferencias en el rendimiento académico de los jóvenes y los diferencia por género?



III. HIPÓTESIS

La aplicación de estrategias educativas que promuevan el desarrollo intelectual de los jóvenes a partir de sus necesidades inmediatas desarrollará modelos que podrán promover la igualdad de género, y más adelante, su progreso sistemático.


IV. DISEÑO DE CONTRASTACIÓN

La investigación, en primera instancia, abordará las siguientes acciones:
Recopilación de datos sobre el rendimiento académico en los niveles secundario (quinto año) y superior (primer ciclo de universidad) en los diferentes cursos.
Análisis e interpretación de los resultados.

Wednesday, September 20, 2006

Leyenda Atlante
(Fragmento de Enrique de Ofterdingen)
Novalis


Había una vez un rey que vivía en un espléndido palacio y estaba rodeado de una corte fastuosa. De todas las partes del mundo acudían multitud de hombres y mujeres que querían participar de la magnificencia y esplendor de aquella vida. En las fiestas, que allí eran diarias, no faltaba nunca la más gran profusión de exquisitos manjares, la más bella música, los trajes y adornos más lujosos ni los más variados espectáculos y diversiones; para acabar de hacer agradable la vida en aquel palacio hay que decir que reinaba en él una sabia ordenación de todas las cosas: varones prudentes, complacientes y eruditos entretenían a la gente y daban alma y vida a las conversaciones, y apuestos galanes y hermosas doncellas eran la verdadera alma de aquellas encantadoras veladas. El anciano rey, que por otra parte era un hombre grave y severo, tenía dos debilidades que eran el verdadero motivo de aquella vida espléndida y a las que se debía todo cuanto se hacía en el palacio. Una de ellas era su hija, a la que amaba con indecible ternura por ser un vivo recuerdo de su esposa, muerta en plena juventud, y por ser una muchacha de inefable belleza y encanto. Por ella, por traerle el cielo a la Tierra, el padre hubiera ofrecido todos los tesoros de la Naturaleza y todo el poder del espíritu humano. La otra era su auténtica pasión por la poesía y por los poetas. Desde su juventud había leído con íntimo deleite las obras de éstos; había dedicado mucho tiempo y mucho dinero en coleccionar poesías de todas las lenguas, y desde siempre había preferido a cualquier otra la compañía de los trovadores. De todos los confines de la Tierra los mandaba venir a su corte y los colmaba de honores. Nunca se cansaba de escuchar sus cantos, y era frecuente que por un canto nuevo de los que a él le arrebataban llegara a olvidar los asuntos más importantes, llegara a olvidarse incluso de comer y de beber. Su hija había crecido entre estas canciones y toda su alma se había convertido en una tierna melodía, en una sencilla expresión de melancolía y nostalgia. La benéfica influencia de aquellos poetas tan protegidos y honrados por el anciano monarca se hacía notar en todo el país, pero de un modo especial en la corte. Allí se saboreaba la vida a pequeños sorbos, como una bebida exquisita, y con un placer y una seguridad tanto más puros cuanto que todas las malas pasiones y los instintos hostiles eran conjurados como disonancias de la armonía que señoreaba en todos los espíritus. La paz del alma y la beatitud de la contemplación interior de un mundo feliz creado por el hombre eran el tesoro de aquella época maravillosa; y la discordia aparecía sólo en las viejas leyendas de los poetas como una antigua enemiga del hombre. Parecía como si los espíritus del canto no hubieran podido dar a su protector una mejor prueba de su amor era y de su agradecimiento que aquella hija, que poseía todas las gracias que la más dulce fantasía pueda juntar en la delicada figura de una doncella. Cuando en aquellas hermosas veladas, rodeada de un bello cortejo y vestida con una resplandeciente túnica blanca, se la veía escuchar con profunda atención las justas poéticas de los enardecidos trovadores, y cómo, ruborizada, colocaba una fragante corona sobre los rizados cabellos del afortunado vencedor, pensaban todos que estaban ante el alma misma de aquel maravilloso arte, ante el espíritu que suscitaba aquellos versos mágicos, y dejaban de admirar los arrobamientos y las melodías de los poetas.
Sin embargo, sobre aquel Paraíso en la Tierra parecía flotar un misterioso destino. La única preocupación de los habitantes de aquellas regiones eran las nupcias de aquella princesa en flor: de ellas dependía la suerte de todo el reino y la continuidad de aquellos felices tiempos. El rey estaba cada día más viejo. Él mismo parecía muy preocupado por el matrimonio de su hija; sin embargo, no se veía por el momento ninguna posibilidad que pudiera satisfacer los deseos de todos. El sagrado respeto que infundía la casa del rey impedía que ninguno de los súbditos se atreviera siquiera a pensar en la posibilidad de poseer algún día a la princesa. Todo el mundo la veía como un ser sobrenatural, y los príncipes de otros países que en aquella corte habían manifestado deseos de casarse con la hija del rey parecían estar tan por debajo de ella que a nadie se le ocurría imaginar que la princesa o el rey pudieran fijarse en ellos. EI sentimiento de distancia que se tenía en aquella corte había ido apartando a todos los pretendientes, y la fama del gran orgullo de aquella familia real, que se había extendido por todos los reinos, parecía cohibir a los otros, temerosos como estaban de no ir más que a buscar una humillación. Y totalmente infundada no era esta fama. El rey, a pesar de toda su bondad y dulzura, estaba, sin casi él notarlo, poseído de un sentimiento de superioridad tan grande que no podía concebir la idea de casar a su hija con un hombre de inferior condición o de cuna menos noble; el simple pensamiento de esta posibilidad se le hacía insoportable. El gran valor de aquella doncella, sus cualidades excepcionales no habían hecho más que afianzar este sentimiento en el anciano monarca. Procedía de una antigua estirpe real de Oriente. Su esposa había sido la última rama de la descendencia del famoso héroe Rustan *. En sus cantos, los poetas le habían hablado siempre de su parentesco con aquellos seres sobrehumanos que un día habían sido señores del mundo; y en el mágico espejo de la poesía, la distancia entre su estirpe y la de los otros hombres, la majestad y esplendor de su ascendencia brillaban con tal intensidad que le parecía que la noble casta de los poetas era el único vínculo que le unía con el resto de la humanidad. Inútilmente buscaba un segundo Rustan; al mismo tiempo veía que el corazón en flor de su hija, el estado de su reino y su avanzada edad hacían desear, en todos los aspectos, el matrimonio de la doncella.
* _ Rustan, uno de los héroes más importantes de la épica iránica.
No muy lejos de la corte, en una hacienda apartada, vivía un anciano cuya sola ocupación era la educación de su único hijo; aparte de esto daba consejos a los campesinos que se encontraban en casos graves de enfermedad. Su hijo era un muchacho de talante serio que vivía entregado totalmente al estudio de la Naturaleza, ciencia en la que su padre le había instruido desde la infancia. Hacía ya varios años que el anciano había llegado desde lejanas tierras a aquel país pacífico y próspero, y no anhelaba otra cosa que gozar de la dulce paz y del sosiego que el monarca infundía en todo su reino. Aprovechaba aquella situación para estudiar las fuerzas secretas de la Naturaleza y transmitir a su hijo aquellos apasionantes conocimientos; éste revelaba una gran disposición para estos estudios, y parecía que la Naturaleza manifestara una especial predisposición para confiar sus enigmas a un espíritu tan profundo como el suyo. El aspecto exterior del muchacho no llamaba la atención en nada: sólo el que tuviera un sentido especial para descubrir la secreta condición de su noble espíritu y la desusada claridad de su mirada habría sido capaz de ver en él algo especial. Cuanto más se le miraba mayor atracción se sentía por él, y nadie podía separarse de su lado cuando escuchaba su voz penetrante y dulce y su discurso fácil y atrayente.
Los jardines de la princesa llegaban hasta el bosque que ocultaba la vista del pequeño valle en el que se encontraba la hacienda del viejo. Un día, la princesa se había ido a pasear a caballo por el bosque; iba sola: de este modo podía, con mayor tranquilidad, ir siguiendo el hilo de sus fantasías e ir repitiendo algunos de los cantos que le habían gustado. El frescor de aquel profundo bosque hacía que se fuera adentrando más y más en sus sombras; de este modo llegó a la hacienda en la que vivían el anciano y su hijo. Tenía sed; bajó del caballo, lo ató a un árbol, y entró en la casa a pedir un poco de leche. El muchacho, que se encontraba en aquel momento allí, casi se asustó al ver ante sus ojos la imagen encantadora de una mujer majestuosa, adornada con todos los encantos imaginables de juventud y belleza, y divinizada, casi, por la transparencia indefiniblemente atractiva de un alma pura, inocente, y noble. El muchacho se apresuró a satisfacer aquella súplica, que en la voz de la doncella había sonado como un canto celeste; mientras tanto, con un gesto modesto y respetuoso, el anciano se acercó a la muchacha y la invitó a sentarse junto a una sencilla lumbre que estaba en el centro de la casa y en la que ardía, silenciosa y juguetona, una leve llama azul. Con sólo entrar, la doncella se sintió sorprendida por las mil cosas curiosas que adornaban la estancia, por el orden y la pulcritud del conjunto, y por un cierto aire como religiosos que impregnaba toda la pieza; la sencillez en el vestir de aquel venerable anciano y el discreto continente de su hijo corroboraron esta primera impresión. El padre la tomó en seguida por una persona de la corte, por la riqueza de sus vestiduras y por la nobleza de su prote.
Mientras el hijo había ido por la leche, la princesa preguntó sobre algunas de las cosas que le habían llamado la atención, especialmente por unos cuadros antiguos y curiosos que estaban junto al hogar al lado de la silla que le había ofrecido el anciano; éste se los enseñó con gran amabilidad y con explicaciones que atraían vivamente la atención de la doncella.
El joven volvió pronto con una jarra de leche fresca y se la ofreció a la muchacha con un gesto a la vez sencillo y respetuoso.
Después de haber tenido una agradable conversación con los dos, la princesa, con la misma expresión de dulzura con que se había presentado a ellos, les dio las gracias por su amable hospitalidad y, ruborizada, les pidió que la dejaran volver, porque quería gozar de nuevo de aquellas explicaciones que tantas cosas interesantes le decían sobre las cosas admirables que se encontraban en aquella casa; y subiendo al caballo se marchó sin haber dicho quién era, porque se dio cuenta de que ni el padre ni el hijo habían ante advertido que era la hija del rey. A pesar de que la capital estaba tan cerca, tanto el padre como el hijo habían procurado evitar siempre el tumulto de la gente, sumidos como vivían en sus estudios, y el muchacho nunca había sentido deseos de tomar parte en las fiestas de la corte: no se separaba nunca de su padre más que una hora al día, como máximo, para pasearse por el bosque, buscando mariposas, insectos, y plantas, a veces, y escuchando la tranquila voz de la Naturaleza a través de sus múltiples y varios encantos externos.
El sencillo acontecimiento de aquel día había dejado huella en el alma de los tres. El anciano se había dado cuenta enseguida de la profunda impresión que la desconocida había causado en su hijo, y lo conocía lo bastante para saber que una impresión como aquella había de durar en él toda su vida. Sus pocos años y la naturaleza de su corazón habían de convertir en inclinación invencible una primera impresión como la que había tenido aquel día *. Ya hacía tiempo que el anciano esperaba esto. La extremada gentileza y bondad de aquella aparición le infundían, sin él mismo darse cuenta, una íntima simpatía por aquel naciente amor, y su espíritu, confiado, alejaba de él toda preocupación por las consecuencias que pudiera tener aquel gran encuentro fortuito.
* _ En esta narración se encuentra prefigurado el amor de Enrique por Matilde (capítulo 6 y siguientes).
La princesa, cabalgando hacia palacio, sentía algo que no había sentido nunca: se abría ante ella un mundo nuevo; una sensación única, como de clarobscuro, maravillosamente móvil y vivaz, le impedía pensar propiamente en nada. Un velo mágico envolvía, con amplios pliegues, su conciencia, hasta entonces tan clara; le parecía que si este velo se levantara iba a encontrarse en un mundo sobrenatural. El recuerdo de la poesía, el arte que hasta aquel momento había ocupado toda su alma, se había convertido en un canto lejano que enlazaba su pasado con el extraño y dulce sueño de ahora.
Cuando llegó a palacio se sintió como asustada, casi, ante la magnificencia de aquella corte y el esplendor y brillantez de la vida que en ella se llevaba, pero más que nada la asustó también la bienvenida que le dio su padre: por primera vez en su vida el rostro del monarca infundía en ella un respeto mezclado de temor. Le parecía absolutamente necesario no decir ni una sola palabra sobre su aventura. Todo el mundo estaba demasiado acostumbrado a su seriedad soñadora, a su mirada perdida en fantasías y profundas meditaciones para notar en ella nada extraordinario. Ya no se encontraba en aquel dulce estado de espíritu en que se encontraba antes: todos los que la rodeaban le parecían desconocidos; una extraña angustia la estuvo acompañando todo el día, hasta que por la noche la alegre canción de un poeta que exaltaba la esperanza y cantaba los milagros de la fe en el cumplimiento de nuestros deseos la llenó de un dulce consuelo y la meció en el más agradable de los sueños.
El muchacho, por su parte, en cuanto se hubo despedido de ella, se adentró enseguida en el bosque; escondido en los matorrales que rodeaban el camino, había seguido a la princesa hasta la puerta del jardín de palacio; luego volvió a casa por el mismo camino que había recorrido la doncella. De repente vio a sus pies una cosa que brillaba vivamente. Se inclinó acogerla: era una piedra de color rojo obscuro que por un lado lanzaba fuertes destellos y por el otro tenía grabadas unas cifras ininteligibles. El muchacho la miró: era una gema de gran precio que le pareció haber visto en la parte central del collar que llevaba la desconocida. Como si tuviera alas en los pies, y como si la doncella estuviera todavía en su casa, el muchacho corrió a toda prisa a enseñar la piedra a su padre. Los dos acordaron que a la mañana siguiente el joven volvería al camino en el que había encontrado la piedra y esperaría a ver si alguien iba en busca de ella; si no, la guardarían hasta la próxima visita de la desconocida para devolvérsela a ella directamente.
El muchacho estuvo casi toda la noche contemplando la gema; al amanecer sintió deseos irreprimibles de escribir algunas palabras en la hoja en la que iba a envolver la piedra. El mismo no sabía exactamente qué querían decir aquellas palabras que escribió:

Un signo misterioso está grabado
profundamente en la sangre ardiente de esta piedra;
se puede comparar a un corazón
en el que descansa la imagen de la Desconocida.

En torno a aquélla brillan mil centellas,
en torno a éste un torrente de luz.
Aquélla oculta un gran resplandor,
¿conseguirá éste el corazón de su corazón?

Apenas despuntó el día, el muchacho se puso en camino y se dirigió a toda prisa a la puerta del jardín del palacio.
Entre tanto, la noche anterior, al desvestirse, la princesa notó que en su collar faltaba aquella piedra preciosa que era a la vez un recuerdo de su madre y un talismán cuya posesión le aseguraba la libertad de su persona, de tal modo que con él no podía caer en poder de nadie contra su voluntad.
Aquella pérdida le causó sorpresa más que temor. Se acordaba de que el día anterior, en aquel paseo que había dado por el bosque llevaba todavía aquella piedra, y estaba segura de que debía haberla perdido o bien en la casa del anciano o bien en el bosque, de regreso al palacio; todavía recordaba muy bien el camino; así que decidió salir de buena mañana a buscar la piedra, y esta idea la puso tan contenta que casi parecía que se alegraba de la pérdida de aquella joya: así tenía ocasión de volver a recorrer aquel camino.
Con la primera luz del día, atravesó la princesa el jardín de palacio y se dirigió al bosque; como andaba más deprisa de lo acostumbrado, encontró muy natural que su corazón latiera fuertemente y que sintiera una opresión en el pecho. Empezaba el Sol a dorar las copas de los viejos árboles, que se agitaban con un suave murmullo como si quisieran despertarse unos a otros de sus sueños nocturnos para saludar todos juntos al gran astro, cuando la princesa, sorprendida por un ruido lejano, levantó la vista y vio cómo el muchacho, que en aquel momento la había visto también a ella, corría a su encuentro.
Como clavado en el suelo, permaneció quieto unos momentos mirando fijamente a la doncella; parecía que quisiera convencerse de que era realmente ella a quien tenía ante sus ojos y no a una visión ilusoria. El muchacho y la doncella se saludaron con una expresión contenida de alegría como si hiciera ya tiempo que se conocieran y se amaran. Antes de que la princesa pudiera explicarle el motivo de su paseo matinal, el joven, ruboroso y palpitante de emoción, le entregó la piedra envuelta en el papel que contenía los versos escritos la noche anterior. Parecía como si la princesa adivinara ya lo que éstos decían. La doncella tomó el envoltorio con mano temblorosa y, como sin darse cuenta, casi, premió el feliz hallazgo del muchacho colgándole una cadena de oro que llevaba ella en el cuello. Turbado y confuso se arrodilló él a sus pies, y cuando la princesa le preguntó por su padre el muchacho estuvo unos instantes sin poder articular una sola palabra. Ella, bajando la vista, le dijo a media voz que volvería pronto a su casa, que tenia grandes deseos de aprovechar el ofrecimiento que le había hecho su padre de enseñarle todas aquellas cosas que había visto en su primera visita.
La princesa volvió a dar las gracias al muchacho, con de extremada efusión, y sin volver la vista se encaminó lentamente al palacio. El muchacho no pudo proferir palabra alguna. Hizo una profunda inclinación de cabeza y fue siguiendo a la doncella con la vista durante un buen tiempo, hasta que desapareció entre los árboles.
Pocos días después la princesa fue por segunda vez a casa del anciano, y a esta visita siguieron otras. El muchacho acabó acompañándola en todos estos paseos. A una hora convenida la recogía en la puerta del jardín, y luego la volvía a acompañar a palacio. A pesar de la gran confianza que ella iba teniendo hacia su compañero, hasta el punto de que ninguno de los pensamientos de su alma celestial permanecían ocultos al joven, la doncella guardaba un silencio impenetrable sobre su condición de hija del rey.
Parecía como si su elevada cuna le infundiera a ella misma un secreto temor. Por su parte el muchacho le entregaba también toda su alma. Padre e hijo la tomaban por una doncella noble de la Corte. Ella profesaba al anciano el cariño de una hija. Las caricias que le hacía eran como dulces presagios de la ternura que sentiría hacia su hijo. No tardó en convertirse en un miembro más de aquella maravillosa casa; con voz celestial y acompañándose de un laúd, cantaba dulces canciones al anciano y a su hijo; éste, sentado a los pies de la muchacha, escuchaba lo que le decía ésta sobre el dulce arte de la poesía; ella, a su vez, oía de los ardorosos labios del muchacho la clave de los misterios que la Naturaleza expande por doquier. Le enseñaba de qué modo el mundo había surgido por las extrañas simpatías que existían entre los elementos, y cómo los astros se habían dispuesto en melodiosos corros. Y toda la historia de la formación del mundo aparecía en el espíritu de ella a través de aquellas sagradas explicaciones. La doncella se quedaba como extasiada cuando su alumno, en los momentos de mayor inspiración, cogía a su vez el laúd y con un arte increíble prorrumpía en los más bellos cantos.
Un día, acompañándola al palacio, el muchacho sintió que una fuerza especial se apoderaba de él y le infundía una desacostumbrada osadía; también la habitual reserva y discreción de la doncella se sintieron aquel día desbordados por un amor más fuerte que de costumbre: así fue como, sin saber ellos mismos de qué modo, cayeron uno en brazos del otro, y un ardiente beso de amor, el primero, fundió para siempre aquellos dos seres en uno.
De repente el cielo se obscureció y un viento huracanado empezó a rugir en las copas de los árboles. Espesos nubarrones corrían en dirección hacia ellos trayendo la obscuridad de la noche: una gran tormenta se cernía sobre ellos. El muchacho se afanaba por poner a la doncella a salvo de aquella terrible tempestad y del peligro de que los árboles que arrancaba pudieran herirla; pero la gran obscuridad y el miedo de que pudiera ocurrirle algo a su amada hicieron que no acertara a encontrar el camino y fuera adentrándose cada vez más en el bosque. Su miedo iba creciendo conforme se iba dando cuenta de su error. La princesa pensaba en la angustia del rey y de la gente de palacio. A veces, como una espada, un terror indescriptible atravesaba su corazón; sólo la voz de su amado, que no cesaba de consolarla, lograba devolverle el ánimo y la confianza, y aliviar la opresión de su pecho. La tempestad seguía rugiendo; todos los esfuerzos por encontrar el camino eran inútiles, y los dos enamorados se sintieron felices al descubrir, a la luz de un rayo, una cueva que, no lejos de ellos, se abría en la escarpada pendiente de una colina cubierta de bosque; allí esperaban encontrar un refugio seguro contra los peligros de la tempestad y un lugar de reposo para sus exhaustas fuerzas. La suerte les fue propicia. La cueva estaba seca y cubierta de limpio musgo. El muchacho encendió enseguida un fuego con musgo y pequeñas ramas secas, junto al cual pudieron secarse. Los dos enamorados se encontraban así solos, uno junto a otro, en un deleitoso apartamiento del mundo, a salvo de peligro, en un lugar tibio y confortable.
En el fondo de la cueva colgaba un matojo de almendro silvestre cargado de fruto, y no lejos de él encontraron un hilillo de agua fresca para calmar su sed. El muchacho llevaba el laúd, y este instrumento les deparó un esparcimiento alegre y sosegado junto al crepitar del fuego. Una fuerza superior parecía querer soltar rápidamente todo nudo dejando que los amantes se abandonaran a la romántica situación a la que el azar les había llevado. La inocencia de sus corazones, el estado de especial encantamiento en que se encontraban sus almas y la irresistible fuerza de la dulce pasión juvenil que les unía, les hizo olvidar pronto el mundo y sus relaciones, y, mecidos por el canto nupcial de la tempestad y bajo las antorchas festivas de los rayos, les sumió en la más dulce embriaguez que haya podido gozar jamás ninguna pareja mortal.
El alborear de una mañana azul y luminosa fue para ellos como el despertar en un mundo nuevo y feliz. Sin embargo, un torrente de ardientes lágrimas que brotaron de los ojos de la princesa le revelaron al muchacho las mil cuitas que se despertaban también en el corazón de ella. Aquella noche había representado para él como una serie de años: de mozo se había convertido en hombre. Con gran exaltación consolaba a su amada recordándole lo sagrado del verdadero amor, la gran fe que infundía en los corazones de los hombres, y pidiéndole que tuviera confianza en el espíritu que protegía su corazón y esperara de él el más sereno porvenir. La princesa sintió la verdad de las palabras de consuelo del muchacho y le confesó que era la hija del rey y le dijo que lo único que le infundía temor era el orgullo de su padre y la aflicción que habría de causarle aquel amor. Después de meditarlo larga y profundamente convinieron en lo que había de hacer, y el muchacho se puso inmediatamente en camino para ir a encontrar a su padre y explicarle sus planes. Prometiendo a la princesa volver muy pronto con ella, la dejó sosegada y en medio de dulces pensamientos sobre lo que iba a suceder después de los acontecimientos de aquel día.
El muchacho no tardó en llegar a casa de su padre; el anciano se alegró de verle llegar sano y salvo, escuchó el relato de lo que había sucedido aquel día y de lo que los dos enamorados pensaban hacer, y, después de meditarlo unos momentos, le dijo que estaba dispuesto a ayudarle. Su casa estaba en un lugar bastante escondido y tenía algunas habitaciones subterráneas en las que podía ocultarse fácilmente una persona. Allí viviría la princesa. Así que al anochecer fueron a buscarla. El anciano la acogió con gran emoción. Luego, una vez se encontró sola en aquel refugio, la joven solía llorar siempre que se acordaba de su padre y de la tristeza que el viejo rey sentiría por la ausencia de su hija; sin embargo, a su amado le ocultaba este dolor; sólo hablaba de ello con el anciano, el cual la consolaba amorosamente, diciéndole que pronto volvería con su padre.
Entre tanto, en palacio hubo una gran consternación cuando por la noche notaron la falta de la princesa. El rey estaba fuera de sí, y mandó gente a buscarla por todas partes. Nadie supo dar razón de su desaparición. A nadie se le ocurría que una aventura amorosa pudiera ser la causa de aquella ausencia; nadie pensaba tampoco en un posible rapto, tanto más cuanto que en la corte no faltaba más que ella. No había lugar a la más leve sospecha. Los mensajeros mandados por el rey volvieron con las manos vacías, y el monarca cayó en una profunda tristeza.
Sólo cuando al atardecer comparecían ante él los trovadores con algunas de sus bellas canciones, en el rostro del anciano parecía dibujarse levemente la alegría de antes: le parecía ver cerca de él a su hija, y con aquellos cantos cobraba la esperanza de volver a verla pronto. Pero cuando de nuevo se encontraba solo se le partía otra vez el corazón de pena y lloraba con grandes sollozos.
«¿De qué me sirve –pensaba para sí– toda la magnificencia de mi corte y toda la gloria de mi estirpe si ahora soy más desdichado que ningún otro hombre? Nada puede suplir la falta de mi hija. Sin ella hasta los cantos de los trovadores no son más que palabras vacías y vanos artificios. Ella era el milagro que daba a estos cantos vida y alegría, forma y poder. ¡Quién pudiera ser el más humilde de mis siervos! Entonces tendría todavía a mi hija, y a lo mejor también un yerno, y nietos sentados sobre mis rodillas: entonces sí sería rey, no ahora. No son la corona y el imperio lo que hacen a un hombre rey. Es aquel sentimiento, total y desbordante, de felicidad y paz, de satisfacción por los bienes que la Tierra nos da, de ausencia de ambición. Esto es un castigo por mi soberbia. No tuve bastante con la pérdida de mi mujer. Y heme aquí ahora sumido en una miseria sin límites.»
Así se quejaba el rey en sus momentos de más ardiente nostalgia. A veces le salía de nuevo su antigua severidad y su orgullo. Encolerizado ante sus propias quejas, quería sufrir y callar como un rey; creía que su dolor era mayor que el de cualquier otro, y que era cosa que correspondía a un rey el sufrir más que nadie. Pero luego, al anochecer, cuando entraba en las habitaciones de su hija y veía sus vestidos colgados, y todas sus pequeñas cosas colocadas sobre las mesas, como si la doncella acabara de salir de allí, olvidaba todos sus propósitos, perdía su continente real y llamaba a sus más humildes criados y les pedía que se compadecieran de él. y toda la ciudad, todo el reino lloraban y gemían de todo corazón con el monarca.
Y ocurrió, curiosamente, que por todo el país corría una leyenda que decía que la princesa estaba viva y que volvería pronto con un esposo. Nadie sabía de dónde venía aquella leyenda, pero todo el mundo se atenía a ella con alegre confianza hasta el punto que todos esperaban con impaciencia el pronto regreso de la hija del rey *. Así pasaron muchas lunas hasta que volvió la primavera.
* _ Adviértase que, según el sistema novaliano, la poesía precede a la realidad, porque lo que mueve la realidad es, precisamente, la poesía.
«Apuesto lo que queráis –decían algunos con extraño optimismo– a que con la primavera vuelve también la princesa».
Hasta el mismo rey estaba más sereno y más esperanzado. La leyenda se le antojaba la promesa de un poder bienhechor. Las antiguas fiestas recomenzaron; para que en la corte volviera a florecer el esplendor de antes parecía que sólo faltaba la princesa.
Una noche, justamente el día que se cumplía el año de la desaparición de ésta, se encontraba toda la corte reunida el jardín. El aire era tibio y sereno; tan sólo una leve brisa dejaba oír allí arriba, en las copas de los viejos árboles, como si fuera el anuncio de un alegre cortejo que se acercara desde la lejanía. En medio de la luminaria de las antorchas y esparciendo miles de centellas por doquier, hasta la obscuridad de las sonoras copas, se levantaba un gran surtidor; el ruido del agua acompañaba la música de los múltiples y variados cantos que sonaban bajo aquella fronda. El rey estaba sentado sobre una rica alfombra, y en torno a él, con sus vestidos de gala, se hallaba reunida toda la corte. Una gran multitud llenaba completamente el jardín en torno a aquel gran espectáculo. Aquella noche, precisamente, se encontraba el rey sumido en profundos pensamientos: con mayor claridad que nunca veía ante sus ojos la imagen de su hija ausente; pensaba en los días felices que, hacía entonces justamente un año, habían terminado de un modo tan inesperado. Se sentía poseído de una gran nostalgia, y abundantes lágrimas bañaban su venerable rostro, pero al mismo tiempo sentía también una extraña serenidad: le parecía como si aquel año de tristezas no hubiera sido más que un mal sueño, y levantaba la vista como si quisiera buscar entre la gente y los árboles la imagen excelsa, sagrada, encantadora de su hija. En aquel momento los trovadores acababan de terminar sus cantos; un profundo silencio parecía delatar la emoción de todos, porque los poetas habían cantado las alegrías del retorno, de la primavera y del futuro, que engalana las esperanzas de los hombres.
De repente el suave sonido de una hermosa voz, desconocida de todos y que parecía llegar de bajo la fronda de una encina secular, interrumpió el silencio del jardín Todos dirigieron la mirada hacia el lugar de donde provenía la voz y vieron a un muchacho vestido de un modo sencillo, aunque desusado, que, con un laúd en las manos proseguía tranquilamente su canción; al advertir que el rey dirigía hacia él su mirada, le correspondió con una profunda inclinación de cabeza. Su voz era extraordinariamente bella y su canción tenía un aire extraño y maravilloso. Hablaba del origen del mundo, de la aparición de los astros, de las plantas, de los animales y de los hombres; de la simpatía omnipotente de la Naturaleza, de la edad de oro y de sus dioses: Amor y Poesía; de la aparición del odio y la barbarie, y de la guerra que estas fuerzas tuvieron con aquellas divinidades bienhechoras, y, finalmente, de la victoria de estos últimos que en el futuro traería el fin de toda aflicción, la nueva juventud de la Naturaleza y el retorno de una edad de oro que no tendría fin.
Mientras tanto, como fascinados por aquel canto, los viejos poetas se habían ido acercando en torno a aquel misterioso extranjero. Un entusiasmo jamás sentido se apoderaba de todos los espectadores, y el mismo rey se sentía como transportado por un torbellino celestial. Nunca se había oído un canto como aquél, y todos creían estar ante un ser del otro mundo, tanto más porque, conforme avanzaba su canto, el muchacho parecía volverse cada vez más hermoso, más espléndido, y su voz cada vez más potente. La brisa jugaba con sus rizos dorados. Entre sus manos el laúd parecía cobrar vida, y su mirada, como embriagada, parecía sumida en la contemplación de un mundo escondido. Hasta la misma inocencia, como de niño, y la sencillez de su rostro les parecía a todos venir de otro mundo. El canto terminó. Los ancianos poetas abrazaban fuertemente al muchacho llorando de alegría. Un júbilo íntimo, callado, corría por toda la multitud. El rey se acercó conmovido al joven. Éste se arrojó humildemente a sus pies. El rey le hizo levantar, lo abrazó de todo corazón y le dijo que le pidiera una gracia. Él, ruborizado, le pidió que le hiciera la merced de escuchar otra canción, y que después de haberla oído decidiera sobre lo que le iba a pedir. El monarca retrocedió unos pasos y el extranjero empezó:

El trovador va por ásperos senderos,
su túnica se rasga entre zarzales,
ha de cruzar torrentes y pantanos
y nadie quiere tenderle la mano.

Solitario y sin rumbo, su corazón cansado
derrama el gran torrente de sus quejas;
apenas puede ya sostener el laúd
y un profundo dolor se apodera de él.

«Triste es la suerte que me dio el destino:
andar errante, no tener a nadie,
a todos llevar paz y diversión
y que nadie conmigo las comparta.
Por mí, sólo por mí, es por quien el hombre
se alegra de su vida y de su hacienda.
Y así, cuando me dan limosna escasa,
crece la súplica en mi corazón.

Indiferentes me dejan marchar
igual que ven pasar la primavera,
y ninguno por mí se inquietará
cuando, apenado, me aleje de ellos.
Ansían solamente la cosecha
y no saben que soy yo quien la ha sembrado;
yo puedo en un poema el cielo darles,
y ellos ni una oración rezan por mí.

Lleno de gratitud siento en mis labios
poderes mágicos: de mí no se separan.
¡Oh si sintiera también en mi mano derecha
los lazos mágicos del amor!
Pero nadie se ocupa del menesteroso
que llegó hambriento de un país lejano.
¿Qué corazón se apiadará de él
y le librará de su dolor profundo?»

El cantor cae entre las altas hierbas
y se duerme con llanto en las mejillas,
pero, el Espíritu divino de sus cantos
planea sobre él y le consuela.
«Olvida desde ahora tus dolores,
pronto te verás libre de tus cargas;
lo que en vano buscaste por las cuevas
lo encontrarás ahora en el palacio.

Cerca estás ya de la gran recompensa,
tu senda tortuosa terminará muy pronto;
tu corona de mirto va a ser una diadema,
la más fiel de las manos se posa sobre ti.
Un corazón sonoro está llamando
a convertirse en la gloria de un trono;
el poeta va subiendo las ásperas gradas,
el poeta se convierte en el hijo del rey.» *

* _ Una vez más: lo que el espíritu del canto le dice al muchacho, en sueños, es lo que ocurrirá en la realidad.
Al llegar a estos versos un extraño pasmo se había apoderado de todos: durante las últimas estrofas había aparecido un anciano que acompañaba a una figura femenina, cubierta con un velo, de noble porte y con un hermosísimo niño en brazos. El anciano y la dama se habían colocado detrás del cantor; el niño miraba sonriente a aquella multitud, extraña para él, y alargaba sus manecitas hacia la resplandeciente diadema que el rey llevaba sobre su cabeza. Pero el pasmo de todos fue todavía mayor cuando, de repente, el águila preferida del rey, la que él llevaba siempre consigo, descendió de entre aquellos grandes árboles llevando en el pico una cinta dorada que debió de haber cogido de las habitaciones de palacio; el ave se posó sobre la cabeza del muchacho y dejó caer la cinta sobre sus rizados cabellos. Este se asustó por unos momentos; el águila, sin la cinta ya, fue a colocarse al lado del rey. El niño alargaba sus brazos pidiendo la cinta; el muchacho se la dio, y luego, hincando las rodillas ante el rey y con voz conmovida, prosiguió su canto de esta manera:

Dejando el trovador sus bellos sueños
con alegre impaciencia se levanta,
bajo los grandes árboles camina
hacia el portal de bronce del palacio.
Los muros son pulidos como acero,
pero él con su canción puede escalarlos
y pronto, entre amorosa y dolorida,
baja la hija del rey hasta sus brazos.

Amor estrechamente los enlaza;
les hace huir el fragor de los guerreros.
Ambos se entregan a las dulces llamas
en su refugio de la noche calma.
Y temerosos, quedan escondidos,
pues la ira del rey los amedranta.
Así, para el dolor y para el gozo,
les llega el despertar cada mañana.

El trovador con suaves melodías
a la joven madre da esperanza.
Un día atraído por los cantos,
allí ha llegado el rey hasta la cueva.
Su hija, al nieto de dorados rizos
le ofrece apartándolo del pecho;
con dolor y con miedo ambos se postran,
y el enfado del rey se desvanece.

Amor y Poesía han ablandado
aun sobre el trono al corazón de un padre;
y rápido sigue, con muy dulce apremio,
al profundo dolor eterno gozo.
Los bienes que habían sido arrebatados
Amor con rica usura los devuelve;
de alegría y perdón son los abrazos;
felicidad del cielo los envuelve.

¡Genio del canto, vuelve a la Tierra!
Una vez más Amor te necesita:
para que en su rey encuentre a un padre
retorna al hogar la hija perdida;
que con alegría la tome en sus brazos,
que tenga piedad de su tierno niño,
y, cuando de amor su corazón desborde,
al trovador abrace como a un hijo.

Al decir estas palabras, que resonaron dulcemente por las umbrosas alamedas del jardín, el muchacho levantó con mano temblorosa el velo que cubría la figura femenina que estaba junto al anciano. La princesa, deshecha en lágrimas y mostrándole el hermoso niño que llevaba en sus brazos, se arrojó a los pies del monarca. El trovador, con la cabeza inclinada, se arrodilló a su lado. Un medroso silencio parecía cortar el aliento de todos. El rey permaneció unos momentos silencioso y grave; luego, entre grandes sollozos, tomó a la princesa en sus brazos y la estrechó fuertemente contra su pecho; así permaneció largo tiempo. Después hizo levantar al muchacho y lo abrazó tiernamente. La multitud, exultando de júbilo, se apiñó en tomo al monarca y los jóvenes esposos. El rey cogió al niño en brazos y lo levantó en alto como presentándolo devotamente al cielo; luego saludó amablemente al anciano. Todo el mundo lloraba de alegría. Los poetas prorrumpieron en cantos; y para aquel país, aquella noche fue como la sagrada vigilia de una vida que desde entonces fue sólo una hermosa fiesta.
Nadie sabe qué ha sido de aquel país. Las leyendas dicen sólo que la Atlántida desapareció de los ojos de los hombres bajo las aguas del Océano.

Monday, September 18, 2006

Himnos a la noche (fragmento)
Novalis

I

¿Qué ser vivo, dotado de sentidos, no ama por encima de todas las maravillas del espacio circundante, a la luz jubilosa - con sus colores, sus rayos y sus ondas, dulce omnipresencia al despuntar el alba? Como alma íntima y vital la respira el mundo gigantesco de los astros que flotan, en incesante danza, por su fluido azul - la respira la piedra centelleante y en eterno reposo, la respira la planta, meditativa, que sorbe la savia de la tierra, y el salvaje animal, ardiente y multiforme - pero antes que todos ellos, la respira el egregio extranjero, de ojos pensativos y labios suavemente cerrados y llenos de sonidos. Como un rey de la naturaleza terrestre, la luz convoca todas las fuerzas a cambios innúmeros, crea y destruye infinitas ataduras, envuelve a todos los seres de la tierra en su aureola celestial - con su sola presencia revela el esplendor de los reinos de este mundo. // Dejándola atrás me dirijo hacia la sagrada, inefable y misteriosa noche. Lejos yace el mundo -sumido en honda cripta -desierto y solitario es el lugar. Una profunda melancolía vibra por las cuerdas del pecho. Quiero descender en gotas de rocío y mezclarme con la ceniza. -Lejanías del recuerdo, deseos de juventud, sueños de la infancia, breves alegrías y vanas esperanzas de una larga vida acuden cubiertas de grises ropajes, como niebla del ocaso a la puesta del sol. En otros espacios ha levantado la luz sus alegres tiendas. ¿No regresará al lado de sus hijos que esperan su retorno con la fe de la inocencia? // ¿Qué es lo que de forma repentina surge del fondo del corazón y sorbe el aire suave de la melancolía? ¿Te complaces también en nosotros, noche oscura? ¿Qué es lo que ocultas bajo tu manto, que con fuerza invisible me penetra el alma? Un preciado bálsamo destila de tu mano, como si fuera un atado de amapolas. Tú haces que se levanten las pesadas alas del desánimo. Una oscura e inefable emoción nos invade -alegre y asustado, veo ante mí un rostro grave, un rostro que dulce y reverente se inclina hacia mí, y entre la interminable maraña de sus rizos, aparece la amorosa juventud de la madre. ¡Qué pobre y pueril aparece ahora la luz! - ¡Qué alegre y bendita la despedida del día! Sólo porque la noche aleja de ti a tus servidores, sembraste en las inmensidades del espacio las esferas luminosas que pregonan tu omnipotencia -tu retorno- mientras dure tu alejamiento. Más celestiales que aquellas brillantes estrellas nos parecen los ojos infinitos que la noche abrió en nosotros. Más lejos ven ellos que los pálidos ojos de aquellas incontables legiones- sin necesitar la luz, sus ojos atraviesan la profundidad del alma enamorada - llenando de indecible deleite un espacio más alto. Gloria a la reina del mundo, la gran mensajera de universos sagrados, la protectora del amor dichoso - ella te envía hasta mí - mi tierna amada - adorado sol de la noche –ahora permanezco despierto- porque soy tuyo y soy mío a la vez - tú me has anunciado que la noche es vida: tú me has hecho hombre - mi cuerpo se consume en ardor espiritual, y convertido en aire, que a ti me una y que íntimamente me disuelva, y eterna será nuestra noche de bodas.

Sunday, September 10, 2006

DRÁCULA (fragmento)
Abraham Stoker
Bistritz, 3 de mayo. Salí de Münich a las 8:35 de la noche del primero de mayo, llegué a Viena a la mañana siguiente, temprano; debí haber llegado a las seis cuarenta y seis; el tren llevaba una hora de retraso. Budapest parece un lugar maravilloso, a juzgar por lo poco que pude ver de ella desde el tren y por la pequeña caminata que di por sus calles. Temí alejarme mucho de la estación, ya que, como habíamos llegado tarde, saldríamos lo más cerca posible de la hora fijada. La impresión que tuve fue que estábamos saliendo del oeste y entrando al este. Por el más occidental de los espléndidos puentes sobre el Danubio, que aquí es de gran anchura y profundidad, llegamos a los lugares en otro tiempo sujetos al dominio de los turcos.
Salimos con bastante buen tiempo, y era noche cerrada cuando llegamos a Klausenburg, donde pasé la noche en el hotel Royale. En la comida, o mejor dicho, en la cena, comí pollo preparado con pimentón rojo, que estaba muy sabroso, pero que me dio mucha sed. (Recordar obtener la receta para Mina). Le pregunté al camarero y me dijo que se llamaba "paprika hendl", y que, como era un plato nacional, me sería muy fácil obtenerlo en cualquier lugar de los Cárpatos. Descubrí que mis escasos conocimientos del alemán me servían allí de mucho; de hecho, no sé cómo me las habría arreglado sin ellos.
Como dispuse de algún tiempo libre cuando estuve en Londres, visité el British Museum y estudié los libros y mapas de la biblioteca que se referían a Transilvania; se me había ocurrido que un previo conocimiento del país siempre sería de utilidad e importancia para tratar con un noble de la región. Descubrí que el distrito que él me había mencionado se encontraba en el extremo oriental del país, justamente en la frontera de tres estados: Transilvania, Moldavia y Bucovina, en el centro de los montes Cárpatos; una de las partes más salvajes y menos conocidas de Europa. No pude descubrir ningún mapa ni obra que arrojara luz sobre la exacta localización del castillo de Drácula, pues no hay mapas en este país que se puedan comparar en exactitud con los nuestros; pero descubrí que Bistritz, el pueblo de posta mencionado por el conde Drácula, era un lugar bastante conocido. Voy a incluir aquí algunas de mis notas, pues pueden refrescarme la memoria cuando le relate mis viajes a Mina.
En la población de Transilvania hay cuatro nacionalidades distintas: sajones en el sur, y mezclados con ellos los valacos, que son descendientes de los dacios; magiares en el oeste, y escequelios en el este y el norte. Voy entre estos últimos, que aseguran ser descendientes de Atila y los hunos. Esto puede ser cierto, puesto que cuando los magiares conquistaron el país, en el siglo XI, encontraron a los hunos, que ya se habían establecido en él. Leo que todas las supersticiones conocidas en el mundo están reunidas en la herradura de los Cárpatos, como si fuese el centro de alguna especie de remolino imaginativo; si es así, mi estancia puede ser muy interesante. (Recordar que debo preguntarle al conde acerca de esas supersticiones).
No dormí bien, aunque mi cama era suficientemente cómoda, pues tuve toda clase de extraños sueños. Durante toda la noche un perro aulló bajo mi ventana, lo cual puede haber tenido que ver algo con ello; o puede haber sido también el pimentón, puesto que tuve que beberme toda el agua de mi garrafón, y todavía me quedé sediento.
Ya de madrugada me dormí, pero fui despertado por unos golpes insistentes en mi puerta, por lo que supongo que en esos momentos estaba durmiendo profundamente. Comí más pimentón en el desayuno, una especie de potaje hecho de harina de maíz que dicen era "mamaliga", y berenjena rellena con picadillo, un excelente plato al cual llaman "impletata" (recordar obtener también la receta de esto). Me apresuré a desayunarme, ya que el tren salía un poco después de las ocho, o, mejor dicho, debió haber salido, pues después de correr a la estación a las siete y media tuve que aguardar sentado en el vagón durante más de una hora antes de que nos pusiéramos en movimiento. Me parece que cuanto más al este se vaya, menos puntuales son los trenes. ¿Cómo serán en China?
Pareció que durante todo el día vagábamos a través de un país que estaba lleno de toda clase de bellezas. A veces vimos pueblecitos o castillos en la cúspide de empinadas colinas, tales como se ven en los antiguos misales; algunas veces corrimos a la par de ríos y arroyuelos, que por el amplio y pedregoso margen a cada lado de ellos, parecían estar sujetos a grandes inundaciones. Se necesita gran cantidad de agua, con una corriente muy fuerte, para poder limpiar la orilla exterior de un río. En todas las estaciones había grupos de gente, algunas veces multitudes, y con toda clase de atuendos. Algunos de ellos eran exactamente iguales a los campesinos de mi país, o a los que había visto cuando atravesaba Francia y Alemania, con chaquetas cortas y sombreros redondos y pantalones hechos por ellos mismos; pero otros eran muy pintorescos. Las mujeres eran bonitas, excepto cuando uno se les acercaba, pues eran bastante gruesas alrededor de la cintura. Todas llevaban largas mangas blancas, y la mayor parte de ellas tenían anchos cinturones con un montón de flecos de algo que les colgaba como en los vestidos en un ballet, pero por supuesto que llevaban enaguas debajo de ellos. Las figuras más extrañas que vimos fueron los eslovacos, que eran más bárbaros que el resto, con sus amplios sombreros de vaquero, grandes pantalones bombachos y sucios, camisas blancas de lino y enormes y pesados cinturones de cuero, casi de un pie de ancho, completamente tachonados con clavos de hojalata. Usaban botas altas, con los pantalones metidos dentro de ellas, y tenían el pelo largo y negro, y bigotes negros y pesados. Eran muy pintorescos, pero no parecían simpáticos. En cualquier escenario se les reconocería inmediatamente como alguna vieja pandilla de bandoleros. Sin embargo, me dicen que son bastante inofensivos y, lo que es más, bastante tímidos.
Ya estaba anocheciendo cuando llegamos a Bistritz, que es una antigua localidad muy interesante. Como está prácticamente en la frontera, pues el paso de Borgo conduce desde ahí a Bucovina, ha tenido una existencia bastante agitada, y desde luego pueden verse las señales de ella. Hace cincuenta años se produjeron grandes incendios que causaron terribles estragos en cinco ocasiones diferentes. A comienzos del siglo XVII sufrió un sitio de tres semanas y perdió trece mil personas, y a las bajas de la guerra se agregaron las del hambre y las enfermedades.
El conde Drácula me había indicado que fuese al hotel Golden Krone, el cual, para mi gran satisfacción, era bastante anticuado, pues por supuesto, yo quería conocer todo lo que me fuese posible de las costumbres del país. Evidentemente me esperaban, pues cuando me acerqué a la puerta me encontré frente a una mujer ya entrada en años, de rostro alegre, vestida a la usanza campesina: ropa interior blanca con un doble delantal, por delante y por detrás, de tela vistosa, tan ajustado al cuerpo que no podía calificarse de modesto. Cuando me acerqué, ella se inclinó y dijo:
—¿El señor inglés?
—Sí —le respondí—: Jonathan Harker.
Ella sonrió y le dio algunas instrucciones a un hombre anciano en camisa de blancas mangas, que la había seguido hasta la puerta. El hombre se fue, pero regresó inmediatamente con una carta:
"Mi querido amigo: bienvenido a los Cárpatos. Lo estoy esperando ansiosamente. Duerma bien, esta noche. Mañana a las tres saldrá la diligencia para Bucovina; ya tiene un lugar reservado. En el desfiladero de Borgo mi carruaje lo estará esperando y lo traerá a mi casa. Espero que su viaje desde Londres haya transcurrido sin tropiezos, y que disfrute de su estancia en mi bello país.
Su amigo,
DRÁCULA"

4 de mayo. Averigüé que mi posadero había recibido una carta del conde, ordenándole que asegurara el mejor lugar del coche para mí; pero al inquirir acerca de los detalles, se mostró un tanto reticente y pretendió no poder entender mi alemán. Esto no podía ser cierto, porque hasta esos momentos lo había entendido perfectamente; por lo menos respondía a mis preguntas exactamente como si las entendiera. Él y su mujer, la anciana que me había recibido, se miraron con temor. Él murmuró que el dinero le había sido enviado en una carta, y que era todo lo que sabía. Cuando le pregunté si conocía al Conde Drácula y si podía decirme algo de su castillo, tanto él como su mujer se persignaron, y diciendo que no sabían nada de nada, se negaron simplemente a decir nada más.
Era ya tan cerca a la hora de la partida que no tuve tiempo de preguntarle a nadie más, pero todo me parecía muy misterioso y de ninguna manera tranquilizante.
Unos instantes antes de que saliera, la anciana subió hasta mi cuarto y dijo, con voz nerviosa:
—¿Tiene que ir? ¡Oh! Joven señor, ¿tiene que ir?
Estaba en tal estado de excitación que pareció haber perdido la noción del poco alemán que sabía, y lo mezcló todo con otro idioma del cual yo no entendí ni una palabra. Apenas comprendí algo haciéndole numerosas preguntas. Cuando le dije que me tenía que ir inmediatamente, y que estaba comprometido en negocios importantes, preguntó otra vez:
—¿Sabe usted qué día es hoy?
Le respondí que era el cuatro de mayo. Ella movió la cabeza y habló otra vez:
—¡Oh, sí! Eso ya lo sé. Eso ya lo sé, pero, ¿sabe usted qué día es hoy?
Al responderle yo que no le entendía, ella continuó:
—Es la víspera del día de San Jorge. ¿No sabe usted que hoy por la noche, cuando el reloj marque la medianoche, todas las cosas demoníacas del mundo tendrán pleno poder? ¿Sabe usted adónde va y a lo que va?
Estaba en tal grado de desesperación que yo traté de calmarla, pero sin efecto. Finalmente, cayó de rodillas y me imploró que no fuera; que por lo menos esperara uno o dos días antes de partir. Todo aquello era bastante ridículo, pero yo no me sentí tranquilo. Sin embargo, tenía un negocio que arreglar y no podía permitir que nada se interpusiera. Por lo tanto traté de levantarla, y le dije, tan seriamente como pude, que le agradecía, pero que mi deber era imperativo y yo tenía que partir. Entonces ella se levantó y secó sus ojos, y tomando un crucifijo de su cuello me lo ofreció. Yo no sabía qué hacer, pues como fiel de la Iglesia Anglicana, me he acostumbrado a ver semejantes cosas como símbolos de idolatría, y sin embargo, me pareció descortés rechazárselo a una anciana con tan buenos propósitos y en tal estado mental. Supongo que ella pudo leer la duda en mi rostro, pues me puso el rosario alrededor del cuello, y dijo: "Por amor a su madre", y luego salió del cuarto. Estoy escribiendo esta parte de mi diario mientras, espero el coche, que por supuesto, está retrasado; y el crucifijo todavía cuelga alrededor de mi cuello. No sé si es el miedo de la anciana o las múltiples tradiciones fantasmales de este lugar, o el mismo crucifijo, pero lo cierto es que no me siento tan tranquilo como de costumbre. Si este libro llega alguna vez a manos de Mina antes que yo, que le lleve mi adiós ¡Aquí viene mi coche!

5 de mayo. El castillo. La oscuridad de la mañana ha pasado y el sol está muy alto sobre el horizonte distante, que parece perseguido, no sé si por árboles o por colinas, pues está tan alejado que las cosas grandes y pequeñas se mezclan. No tengo sueño y, como no se me llamará hasta que despierte solo, naturalmente escribo hasta que llegue el sueño. Hay muchas cosas raras que quisiera anotar, y para que nadie al leerlas pueda imaginarse que cené demasiado bien antes de salir de Bistritz, también anotaré exactamente mi cena. Cené lo que ellos llaman "biftec robado", con rodajas de tocino, cebolla y carne de res, todo sazonado con pimiento rojo ensartado en palos y asado. ¡En el estilo sencillo de la "carne de gato" de Londres! El vino era Mediasch Dorado, que produce una rara picazón en la lengua, la cual, sin embargo, no es desagradable. Sólo bebí un par de vasos de este vino, y nada más.
Cuando llegué al coche, el conductor todavía no había tomado su asiento, y lo vi hablando con la dueña de la posada. Evidentemente hablaban de mí, pues de vez en cuando se volvían para verme, y algunas de las personas que estaban sentadas en el banco fuera de la puerta (a las que llaman con un nombre que significa "Portadores de palabra") se acercaron y escucharon, y luego me miraron, la mayor parte de ellos compadeciéndome. Pude escuchar muchas palabras que se repetían a menudo: palabras raras, pues había muchas nacionalidades en el grupo; así es que tranquilamente extraje mi diccionario políglota de mi petaca, y las busqué. Debo admitir que no me produjeron ninguna alegría, pues entre ellas estaban "Ordog" (Satanás), "pokol" (infierno), "stregoica" (bruja), "vrolok" y "vlkoslak" (las que significan la misma cosa, una en eslovaco y la otra en servio, designando algo que es un hombre lobo o un vampiro). (Recordar: debo preguntarle al conde acerca de estas supersticiones.) Cuando partimos, la multitud alrededor de la puerta de la posada, que para entonces ya había crecido a un número considerable, todos hicieron el signo de la cruz y dirigieron dos dedos hacia mí. Con alguna dificultad conseguí que un pasajero acompañante me dijera qué significaba todo aquello; al principio no quería responderme, pero cuando supo que yo era inglés, me explicó que era el encanto o hechizo contra el mal de ojo. Esto tampoco me agradó mayormente cuando salía hacia un lugar desconocido con un hombre desconocido; pero todo el mundo parecía tan bondadoso, tan compasivo y tan simpático que no pude evitar sentirme emocionado.
Nunca olvidaré el último vistazo que eché al patio interior de la posada y su multitud de pintorescos personajes, todos persignándose, mientras estaban alrededor del amplio pórtico, con su fondo de rico follaje de adelfas y árboles de naranjo en verdes tonelitos agrupados en el centro del patio. Entonces nuestro conductor, cuyo amplio pantalón de lino cubría todo el asiento frontal (ellos lo llaman "gotza"), fustigó su gran látigo sobre los cuatro pequeños caballos que corrían de dos en dos, e iniciamos nuestro viaje…
Pronto perdí de vista y de la memoria los fantasmales temores en la belleza de la escena por la que atravesábamos, aunque si yo hubiese conocido el idioma, o mejor, los idiomas que hablaban mis compañeros de viaje, es muy posible que no hubiese sido capaz de deshacerme de ellos tan fácilmente. Ante nosotros se extendía el verde campo inclinado lleno de bosques con empinadas colinas aquí y allá, coronadas con cúmulos de tréboles o con casas campesinas, con sus paredes vacías viendo hacia la carretera.
Por todos lados había una enloquecedora cantidad de frutos en flor: manzanas, ciruelas, peras y fresas. Y a medida que avanzábamos, pude ver cómo la verde hierba bajo los árboles estaba cuajada con pétalos caídos. La carretera entraba y salía entre estas verdes colinas de lo que aquí llaman "Tierra Media", liberándose al barrer alrededor de las curvas, o cerrada por los estrangulantes brazos de los bosques de pino, que aquí y allá corrían colina abajo como lenguas de fuego. El camino era áspero, pero a pesar de ello parecía que volábamos con una prisa excitante. Entonces no podía entender a qué se debía esa prisa, pero evidentemente el conductor no quería perder tiempo antes de llegar al desfiladero de Borgo. Se me dijo que el camino era excelente en verano, pero que todavía no había sido arreglado después de las nieves del invierno. A este respecto era diferente a la mayoría de los caminos de los Cárpatos, pues es una antigua tradición que no deben ser mantenidos en tan buen estado. Desde la antigüedad los hospadares no podían repararlos, pues entonces los turcos pensaban que se estaban preparando para traer tropas extranjeras, y de esta manera atizar la guerra que siempre estaba verdaderamente a punto de desatarse.
Más allá de las verdes e hinchadas lomas de la Tierra Media se levantaban imponentes colinas de bosques que llegaban hasta las elevadas cumbres de los Cárpatos.
Se levantaban a la izquierda y a la derecha de nosotros, con el sol de la tarde cayendo plenamente sobre ellas y haciendo relucir los gloriosos colores de esta bella cordillera, azul profundo y morado en las sombras de los picos, verde y marrón donde la hierba y las piedras se mezclaban, y una infinita perspectiva de rocas dentadas y puntiagudos riscos, hasta que ellos mismos se perdían en la distancia, donde las cumbres nevadas se alzaban grandiosamente. Aquí y allá parecían descubrirse imponentes grietas en las montañas, a través de las cuales, cuando el sol comenzó a descender, vimos en algunas ocasiones el blanco destello del agua cayendo. Uno de mis compañeros me tocó la mano mientras nos deslizábamos alrededor de la base de una colina y señaló la elevada cima de una montaña cubierta de nieve, que parecía, a medida que avanzábamos en nuestra serpenteante carretera, estar frente a nosotros.
—¡Mire! ¡Ilsten szek! "¡El trono de Dios!" —me dijo, y se persignó nuevamente.
A medida que continuamos por nuestro interminable camino y el sol se hundió más y más detrás de nosotros, las sombras de la tarde comenzaron a rodearnos. Este hecho quedó realzado porque las cimas de las nevadas montañas todavía recibían los rayos del sol, y parecían brillar con un delicado y frío color rosado. Aquí y allá pasamos ante checos y eslovacos, todos en sus pintorescos atuendos, pero noté que el bocio prevalecía dolorosamente. A lo largo de la carretera había muchas cruces, y a medida que pasamos, todos mis compañeros se persignaron ante ellas. Aquí y allá había una campesina arrodillada frente a un altar, sin que siquiera se volviera a vernos al acercarnos, sino que más bien parecía, en el arrobamiento de la devoción, no tener ni ojos ni oídos para el mundo exterior. Muchas cosas eran completamente nuevas para mí; por ejemplo, hacinas de paja en los árboles, y aquí y allá, muy bellos grupos de sauces llorones, con sus blancas ramas brillando como plata a través del delicado verde de las hojas. Una y otra vez pasamos un carromato (la carreta ordinaria de los campesinos) con su vértebra larga, culebreante, calculada para ajustarse a las desigualdades de la carretera. En cada uno de ellos iba sentado un grupo de campesinos que regresaban a sus hogares, los checos con sus pieles de oveja blancas y los eslovacos con las suyas de color. Estos últimos llevaban a guisa de lanzas sus largas duelas, con un hacha en el extremo. Al comenzar a caer la noche se sintió mucho frío, y la creciente penumbra pareció mezclar en una sola bruma la lobreguez de los árboles, robles, hayas y pinos, aunque en los valles que corrían profundamente a través de los surcos de las colinas, a medida que ascendíamos hacia el desfiladero, se destacaban contra el fondo de la tardía nieve los oscuros abetos. Algunas veces, mientras la carretera era cortada por los bosques de pino que parecían acercarse a nosotros en la oscuridad, grandes masas grisáceas que estaban desparramadas aquí y allá entre los árboles producían un efecto lóbrego y solemne, que hacía renacer los pensamientos y las siniestras fantasías engendradas por la tarde, mientras que el sol poniente parecía arrojar un extraño consuelo a las fantasmales nubes que, entre los Cárpatos, parece que vagabundean incesantemente por los valles. En ciertas ocasiones las colinas eran tan empinadas que, a pesar de la prisa de nuestro conductor, los caballos sólo podían avanzar muy lentamente. Yo quise descender del coche y caminar al lado de ellos, tal como hacemos en mi país, pero el cochero no quiso saber nada de eso.
—No; no —me dijo—, no debe usted caminar aquí. Los perros son muy fieros —dijo, y luego añadió, con lo que evidentemente parecía ser una broma macabra, pues miró a su alrededor para captar las sonrisas afirmativas de los demás—: Ya tendrá usted suficiente que hacer antes de irse a dormir.
Así fue que la única parada que hizo durante un momento sirvió para que encendiera las lámparas.
Al oscurecer pareció que los pasajeros se volvían más nerviosos y continuamente le estuvieron hablando al cochero uno tras otro, como si le pidieran que aumentara la velocidad. Fustigó a los caballos inmisericordemente con su largo látigo, y con salvajes gritos de aliento trató de obligarlos a mayores esfuerzos. Entonces, a través de la oscuridad, pude ver una especie de mancha de luz gris adelante de nosotros, como si hubiese una hendidura en las colinas. La intranquilidad de los pasajeros aumentó; el loco carruaje se bamboleó sobre sus grandes resortes de cuero, y se inclinó hacia uno y otro lado como un barco flotando sobre un mar proceloso. Yo tuve que sujetarme. El camino se hizo más nivelado y parecía que volábamos sobre él. Entonces, las montañas parecieron acercarse a nosotros desde ambos lados, como si quisiesen estrangularnos, y nos encontramos a la entrada del desfiladero de Borgo. Uno por uno todos los pasajeros me ofrecieron regalos, insistiendo de una manera tan sincera que no había modo de negarse a recibirlos. Desde luego los regalos eran de muy diversas y extrañas clases, pero cada uno me lo entregó de tan buena voluntad, con palabras tan amables, y con una bendición, esa extraña mezcla de movimientos temerosos que ya había visto en las afueras del hotel en Bistritz: el signo de la cruz y el hechizo contra el mal de ojo.
Entonces, al tiempo que volábamos, el cochero se inclinó hacia adelante y, a cada lado, los pasajeros, apoyándose sobre las ventanillas del coche, escudriñaron ansiosamente la oscuridad. Era evidente que se esperaba que sucediera algo raro, pero aunque le pregunté a cada uno de los pasajeros, ninguno me dio la menor explicación. Este estado de ánimo duró algún tiempo, y al final vimos cómo el desfiladero se abría hacia el lado oriental. Sobre nosotros pendían oscuras y tenebrosas nubes, y el aire se encontraba pesado, cargado con la opresiva sensación del trueno. Parecía como si la cordillera separara dos atmósferas, y que ahora hubiésemos entrado en la tormentosa. Yo mismo me puse a buscar el vehículo que debía llevarme hasta la residencia del conde. A cada instante esperaba ver el destello de lámparas a través de la negrura, pero todo se quedó en la mayor oscuridad. La única luz provenía de los parpadeantes rayos de luz de nuestras propias lámparas, en las cuales los vahos de nuestros agotados caballos se elevaban como nubes blancas. Ahora pudimos ver el arenoso camino extendiéndose blanco frente a nosotros, pero en él no había ninguna señal de un vehículo. Los pasajeros se reclinaron con un suspiro de alegría, que parecía burlarse de mi propia desilusión. Ya estaba pensando qué podía hacer en tal situación cuando el cochero, mirando su reloj, dijo a los otros algo que apenas pude oír, tan suave y misterioso fue el tono en que lo dijo. Creo que fue algo así como "una hora antes de tiempo". Entonces se volvió a mí y me dijo en un alemán peor que el mío:
—No hay ningún carruaje aquí. Después de todo, nadie espera al señor. Será mejor que ahora venga a Bucovina y regrese mañana o al día siguiente; mejor al día siguiente.
Mientras hablaba, los caballos comenzaron a piafar y a relinchar, y a encabritarse tan salvajemente que el cochero tuvo que sujetarlos con firmeza. Entonces, en medio de un coro de alaridos de los campesinos que se persignaban apresuradamente, apareció detrás de nosotros una calesa, nos pasó y se detuvo al lado de nuestro coche. Por la luz que despedían nuestras lámparas, al caer los rayos sobre ellos, pude ver que los caballos eran unos espléndidos animales, negros como el carbón. Estaban conducidos por un hombre alto, con una larga barba grisácea y un gran sombrero negro, que parecía ocultar su rostro de nosotros. Sólo pude ver el destello de un par de ojos muy brillantes, que parecieron rojos al resplandor de la lámpara, en los instantes en que el hombre se volvió a nosotros. Se dirigió al cochero:
—Llegó usted muy temprano hoy, mi amigo.
El hombre replicó balbuceando:
—El señor inglés tenía prisa.
Entonces el extraño volvió a hablar:
—Supongo entonces que por eso usted deseaba que él siguiera hasta Bucovina. No puede engañarme, mi amigo. Sé demasiado, y mis caballos son veloces.
Y al hablar sonrió, y cuando la luz de la lámpara cayó sobre su fina y dura boca, con labios muy rojos, sus agudos dientes le brillaron blancos como el marfil. Uno de mis compañeros le susurró a otro aquella frase de la "Leonora" de Burger:
"Denn die Todten reiten schnell"
(Pues los muertos viajan velozmente)
El extraño conductor escuchó evidentemente las palabras, pues alzó la mirada con una centelleante sonrisa. El pasajero escondió el rostro al mismo tiempo que hizo la señal con los dos dedos y se persignó.
—Dadme el equipaje del señor —dijo el extraño cochero.
Con una presteza excesiva mis maletas fueron sacadas y acomodadas en la calesa. Luego descendí del coche, pues la calesa estaba situada a su lado, y el cochero me ayudó con una mano que asió mi brazo como un puño de acero; su fuerza debía ser prodigiosa. Sin decir palabra agitó las riendas, los caballos dieron media vuelta y nos deslizamos hacia la oscuridad del desfiladero. Al mirar hacia atrás vi el vaho de los caballos del coche a la luz de las lámparas, y proyectadas contra ella las figuras de mis hasta hacia poco compañeros, persignándose. Entonces el cochero fustigó su látigo y gritó a los caballos, y todos arrancaron con rumbo a Bucovina. Al perderse en la oscuridad sentí un extraño escalofrío, y un sentimiento de soledad se apoderó de mí.
Pero mi nuevo cochero me cubrió los hombros con una capa y puso una manta sobre mis rodillas, hablando luego en excelente alemán:
—La noche está fría, señor mío, y mi señor el conde me pidió que tuviera buen cuidado de usted. Debajo del asiento hay una botella de slivovitz, un licor regional hecho de ciruelas, en caso de que usted guste...
Pero yo no tomé nada, aunque era agradable saber que había una provisión de licor. Me sentí un poco extrañado, y no menos asustado. Creo que si hubiese habido otra alternativa, yo la hubiese tomado en vez de proseguir aquel misterioso viaje nocturno.
El carruaje avanzó a paso rápido, en línea recta; luego dimos una curva completa y nos internamos por otro camino recto. Me pareció que simplemente dábamos vuelta una y otra vez sobre el mismo lugar; así pues, tomé nota de un punto sobresaliente y confirmé mis sospechas. Me hubiese gustado preguntarle al cochero qué significaba todo aquello, pero realmente tuve miedo, pues pensé que, en la situación en que me encontraba, cualquier protesta no podría dar el efecto deseado en caso de que hubiese habido una intención de retraso. Al cabo de un rato, sin embargo, sintiéndome curioso por saber cuánto tiempo había pasado, encendí un fósforo, y a su luz miré mi reloj; faltaban pocos minutos para la medianoche. Esto me dio una especie de sobresalto, pues supongo que la superstición general acerca de la medianoche había aumentado debido a mis recientes experiencias. Me quedé aguardando con una enfermiza sensación de ansiedad.
Entonces un perro comenzó a aullar en alguna casa campesina más adelante del camino. Dejó escapar un largo, lúgubre aullido, como si tuviese miedo. Su llamado fue recogido por otro perro y por otro y otro, hasta que, nacido como el viento que ahora pasaba suavemente a través del desfiladero, comenzó un aterrador concierto de aullidos que parecían llegar de todos los puntos del campo, desde tan lejos como la imaginación alcanzase a captar a través de las tinieblas de la noche. Desde el primer aullido los caballos comenzaron a piafar y a inquietarse, pero el cochero les habló tranquilizándolos, y ellos recobraron la calma, aunque temblaban y sudaban como si acabaran de pasar por un repentino susto. Entonces, en la lejana distancia, desde las montañas que estaban a cada lado de nosotros, llegó un aullido mucho más fuerte y agudo, el aullido de los lobos, que afectó a los caballos y a mi persona de la misma manera, pues estuve a punto de saltar de la calesa y echar a correr, mientras que ellos retrocedieron y se encabritaron frenéticamente, de manera que el cochero tuvo que emplear toda su fuerza para impedir que se desbocaran. Sin embargo, a los pocos minutos mis oídos se habían acostumbrado a los aullidos, y los caballos se habían calmado tanto que el cochero pudo descender y pararse frente a ellos. Los sobó y acarició, y les susurró algo en las orejas, tal como he oído que hacen los domadores de caballos, y con un efecto tan extraordinario que bajo estos mimos se volvieron nuevamente bastante obedientes, aunque todavía temblaban. El cochero tomó nuevamente su asiento, sacudió sus riendas y reiniciamos nuestro viaje a buen paso.
Esta vez, después de llegar hasta el lado extremo del desfiladero, repentinamente cruzó por una estrecha senda que se introducía agudamente a la derecha.
Pronto nos encontramos obstruidos por árboles, que en algunos lugares cubrían por completo el camino, formando una especie de túnel a través del cual pasábamos. Y además de eso, gigantescos peñascos amenazadores nos hacían valla a uno y otro lado.
A pesar de encontrarnos así protegidos, podíamos escuchar el viento que se levantaba, pues gemía y silbaba a través de las rocas, y las ramas de los árboles chocaban entre sí al pasar nosotros por el camino. Hizo cada vez más frío v una fina nieve comenzó a caer, de tal manera que al momento alrededor de nosotros todo estaba cubierto por un manto blanco. El aguzado viento todavía llevaba los aullidos de los perros, aunque éstos fueron decreciendo a medida que nos alejábamos. El aullido de los lobos, en cambio, se acercó cada vez más, como si ellos se fuesen aproximando hacia nosotros por todos lados. Me sentí terriblemente angustiado, y los caballos compartieron mi miedo. Sin embargo, el cochero no parecía tener ningún temor; continuamente volvía la cabeza hacia la izquierda y hacia la derecha, pero yo no podía ver nada a través de la oscuridad.
Repentinamente, lejos, a la izquierda, divisé el débil resplandor de una llama azul. El cochero lo vio al mismo tiempo; inmediatamente paró los caballos y, saltando a tierra, desapareció en la oscuridad. Yo no sabía qué hacer, y mucho menos debido a que los aullidos de los lobos parecían acercarse; pero mientras dudaba, el cochero apareció repentinamente otra vez, y sin decir palabra tomó asiento y reanudamos nuestro viaje.
Creo que debo haberme quedado dormido o soñé repetidas veces con el incidente, pues éste se repitió una y otra vez, y ahora, al recordarlo, me parece que fue una especie de pesadilla horripilante. Una vez la llama apareció tan cerca del camino que hasta en la oscuridad que nos rodeaba pude observar los movimientos del cochero. Se dirigió rápidamente a donde estaba la llama azul (debe haber sido muy tenue, porque no parecía iluminar el lugar alrededor de ella), y tomando algunas piedras las colocó en una forma significativa. En una ocasión fui víctima de un extraño efecto óptico: estando él parado entre la llama y yo, no pareció obstruirla, porque continué viendo su fantasmal luminosidad. Esto me asombró, pero como sólo fue un efecto momentáneo, supuse que mis ojos me habían engañado debido al esfuerzo que hacía en la oscuridad. Luego, por un tiempo, ya no aparecieron las llamas azules, y nos lanzamos velozmente a través de la oscuridad con los aullidos de los lobos rodeándonos, como si nos siguieran en círculos envolventes.
Finalmente el cochero se alejó más de lo que lo había hecho hasta entonces, y durante su ausencia los caballos comenzaron a temblar más que nunca y a piafar y relinchar de miedo. No pude ver ninguna causa que motivara su nerviosismo, pues los aullidos de los lobos habían cesado por completo; pero entonces la luna, navegando a través de las negras nubes, apareció detrás de la dentada cresta de una roca saliente revestida de pinos, y a su luz vi alrededor de nosotros un círculo de lobos, con dientes blancos y lenguas rojas y colgantes, con largos miembros sinuosos y pelo hirsuto. Eran cien veces más terribles en aquel lúgubre silencio que los rodeaba que cuando estaban aullando. Por mi parte, caí en una especie de parálisis de miedo. Sólo cuando el hombre se encuentra cara a cara con semejantes horrores puede comprender su verdadero significado.
De pronto, todos los lobos comenzaron a aullar como si la luz de la luna produjera un efecto peculiar en ellos. Los caballos se encabritaron y retrocedieron, y miraron impotentes alrededor con unos ojos que giraban de manera dolorosa; pero el círculo viviente de terror los acompañaba a cada lado; forzosamente tuvieron que permanecer dentro de él. Yo le grité al cochero que regresara, pues me pareció que nuestra última alternativa era tratar de abrirnos paso a través del círculo, y para ayudarle a su regreso grité y golpeé a un lado de la calesa, esperando que el ruido espantara a los lobos de aquel lado y así él tuviese oportunidad de subir al coche.
Cómo finalmente llegó es cosa que no sé; pero escuché su voz alzarse en un tono de mando imperioso, y mirando hacia el lugar de donde provenía, lo vi parado en medio del camino. Agitó los largos brazos como si tratase de apartar un obstáculo impalpable, y los lobos se retiraron, justamente en esos momentos una pesada nube pasó a través de la cara de la luna, de modo que volvimos a sumirnos en la oscuridad.
Cuando pude ver otra vez, el conductor estaba subiendo a la calesa y los lobos habían desaparecido. Todo esto fue tan extraño y misterioso que fui sobrecogido por un miedo pánico, y no tuve valor para moverme ni para hablar. El tiempo pareció interminable mientras continuamos nuestro camino, ahora en la más completa oscuridad, pues las negras nubes oscurecían la luna. Continuamos ascendiendo, con ocasionales períodos de rápidos descensos, pero ascendiendo la mayor parte del tiempo.
Repentinamente tuve conciencia de que el conductor estaba deteniendo a los caballos en el patio interior de un inmenso castillo ruinoso en parte, de cuyas altas ventanas negras no salía un sólo rayo de luz, y cuyas quebradas murallas mostraban una línea dentada que destacaba contra el cielo iluminado por la luz de la luna.

Monday, September 04, 2006


La sombra lejos del espacio
H. P. Lovecraft

Si hay algo que nos salva en este mundo... es la incapacidad de la mente humana para
correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una isla de ignorancia en medio de los
mares negros del infinito, y no estamos hechos para viajar lejos...



I

Si es cierto que el hombre vive siempre al borde de un abismo, entonces casi todos los hombres deben experimentar momentos de algo que llamaríamos nivel precognoscitivo, cuando las vastas e imperceptibles profundidades que existen siempre bordeando el pequeño mundo del hombre se convierten por un momento en tangibles, cuando el terrible pozo de conocimientos sin frontera, que incluso las mentes más brillantes sólo han vislumbrado, asume una apariencia borrosa capaz de llenar de terror al corazón más duro. ¿Conoce algún ser viviente los verdaderos orígenes de la humanidad? ¿O el lugar que al hombre le corresponde en el universo? ¿Sabe si el hombre está destinado al ignominioso final de un gusano?

Hay terrores que caminan por los pasillos de los sueños cada noche, que embrujan el mundo de los sueños, terrores que pueden relacionarse con los aspectos más mundanos de la vida cotidiana. Cada vez estoy más convencido de la existencia de un mundo fuera de éste, lindante pero quizá completamente alucinatorio. Sin embargo, no ha sido siempre así. No fue así hasta que conocí a Amos Piper.

Mi nombre es Nathaniel Corey. He practicado el psicoanálisis durante más de cincuenta años. Soy autor de un libro y de varias monografías publicadas en periódicos dedicados a ese tipo de conocimientos. Practiqué durante muchos años en Boston, después de haber estudiado en Viena, y hace diez años, en el semi retiro, me trasladé a la ciudad universitaria de Arkham, en el mismo Estado. Me había ganado, con mi trabajo, una reputación de persona seria e íntegra, que me temo ponga en duda este relato. Aunque espero que ofrezca una conclusión bien distinta.

Es un firme presentimiento el que me lleva por fin a dejar testimonio de lo que ha sido quizá el problema más interesante y provocativo con que me he encontrado en todos estos años de práctica. No acostumbro a hacer observaciones públicas acerca de mis pacientes, pero me veo obligado a ello dadas las circunstancias peculiares que se dieron en el caso de Amos Piper: a través de ellas se plantean ciertos puntos que, a la luz de otros, sin relación aparente, podrían adquirir más relieve de lo que en principio presumí. Hay poderes de la mente que permanecen en las tinieblas, y quizá también poderes de las tinieblas que van más allá de la mente: no me refiero a brujas, a fantasmas o a duendes, ni a cualquier otra invención creada por civilizaciones primitivas, sino a poderes infinitamente más vastos y terribles que cualquier concepto humano.

El nombre de Amos Piper no será desconocido para mucha gente, especialmente para aquellos que recuerden la publicación de investigaciones antropológicas que llevan su nombre, hará cosa de unos diez años, más o menos. Le conocí por primera vez cuando su hermana, Abigail, le trajo a mi consulta un día de 1933. Era un hombre alto, que parecía haber sido grueso: sobre su cuerpo huesudo colgaban las ropas como si hubiese perdido mucho peso en un tiempo relativamente corto. Este parecía ser el problema: al primer vistazo, Piper necesitaba más la ayuda de un médico que de un psicoanalista, pero su hermana explicó que había acudido a los mejores especialistas y todos le habían indicado que su problema era esencialmente mental y se escapaba a sus facultades terapéuticas. A la señorita Piper le había sido recomendado por varios colegas, y también algunos compañeros de Piper en la facultad de la Universidad de Miskatonic, habían insistido en esa recomendación emanada del consejo médico que le había atendido. La suma de estas razones fue la que les condujo a pedirme una cita.

La señorita Piper me adelantó el problema de su hermano, mientras él descansaba en una habitación contigua a la consulta. Expuso el fondo del problema con admirable concisión... Piper parecía ser víctima de terribles alucinaciones, visiones que se apoderaban de él cada vez que cerraba los ojos o bajaba los párpados, mientras estaba despierto, y en sueños, mientras dormía.

No dormía, sin embargo, desde hacía tres semanas. En ese tiempo había perdido tanto peso que a ambos les alarmaba su estado. Como preámbulo, la señorita Piper señaló que su hermano había sufrido un colapso nervioso tres años antes en un teatro; este colapso había durado tanto que hasta este último mes Piper no había vuelto a ser la misma persona. Su más reciente obsesión –si de una obsesión se trataba- se había manifestado una semana después de volver a su estado normal; según la señorita Piper, podía haber alguna relación lógica entre el estado en que se encontraba después del colapso y estas nuevas obsesiones, tras una corta etapa de normalidad. Las drogas habían demostrado su eficacia para inducirle a dormir, pero aun así no habían eliminado los sueños, que al parecer eran de una naturaleza espantosa, tanto que el doctor Piper era reacio a hablar de ellos.

La señorita Piper contestaba con franqueza a las preguntas que yo le hacía, pero revelaba falta de conocimiento acerca de la verdadera situación de su hermano. Me aseguró que en ningún momento había dado muestras de espíritu agresivo, pero que andaba distraído con frecuencia y establecía entre él y el mundo en que vivía una clara línea de separación, como si viviese encerrado en un caparazón que le aislase de ese mundo.

La señorita Piper se marchó, y yo me puse a examinar a mi paciente. Le vi sentado junto a mi escritorio con los ojos muy abiertos a costa de un gran esfuerzo, pues el globo del ojo estaba inyectado en sangre, y el iris parecía estar nublado. Se le notaba agotado, y empezó a excusarse en seguida por estar allí, explicando que su hermana había insistido y tomado la determinación sin permitirle otra opción que ceder. Lo había hecho para complacer a su hermana, ya que él era consciente de que su caso no tenía remedio.

Le dije que la señorita Abigail había hablado a grandes rasgos de su problema, e intenté calmarle los ánimos. Le hablé en un tono consolador y en términos generales. Piper escuchó con paciencia y respeto. Aparentemente cedía ante mi modo natural, reconfortante, con que pretendía siempre inspirar confianza, y cuando por fin le pregunté por qué no cerraba los ojos, me contestó sin titubear, y con sinceridad, que tenía miedo de hacerlo.

-¿Por qué? ¿Puede decir por qué?

Recuerdo su respuesta.

-En cuanto cierro los ojos aparecen en mi retina extrañas figuras geométricas y diseños, junto con tenues luces y formas de lo más siniestras, parecidas a unas enormes criaturas inimaginables por un hombre; y lo más terrible de ellas es que son criaturas inteligentes e inconmensurablemente desconocidas.

Le pedí que intentase describir a estos seres. Tropezaba con dificultades para hacerlo. Sus descripciones eran vagas, pero asombraba lo que sugerían. Ninguno de estos seres parecía estar claramente formado, excepto algunos conos rugosos, que tanto podían ser de origen vegetal como animal. Hablaba con una convicción rotunda, y me describía con esfuerzo aquellas sorprendentes criaturas con las que soñaba tan intensamente. Me chocó la intensidad de su imaginación. ¿Quizá existía un nexo entre esas visiones y la larga enfermedad que había sufrido? Parecía poco dispuesto a hablar de esto, pero al cabo de un rato lo hizo, algo inseguro, en un lenguaje inconexo. Era a mí a quien correspondía unir las piezas de los acontecimientos que me relataba.

La historia comenzó cuando tenía cuarenta y nueve años. Fue entonces cuando sobrevino su enfermedad. Estaba asistiendo a una representación de La carta de Maugham, cuando, a mitad del segundo acto, se desmayó. Le llevaron a la oficina del empresario y se esforzaron por reanimarle. Fue inútil y al fin le trasladaron a su casa en una ambulancia de la policía. De nuevo los médicos estuvieron un buen rato intentando reanimarle. Fracasaron en su intento y Piper fue hospitalizado. Estuvo en estado de coma durante tres días, transcurridos los cuales recobró el conocimiento.

Observó de inmediato que ya no era «el mismo». Su personalidad había sufrido un profundo desequilibrio. Se creyó al principio que había sido víctima de un ataque de algún tipo, pero al no apreciarse síntomas que lo corroboraran, esta tesis hubo de ser abandonada. Tan profundo era el achaque que incluso algunas elementales actividades del ser humano las realizaba él con extrema dificultad. Por ejemplo, en seguida se apreció que tenía dificultad para coger objetos; sin embargo, físicamente no tenía ningún defecto y sus articulaciones funcionaban normalmente. Sus intentos de agarrar algún objeto hacían pensar en la maniobra ejecutada por una criatura sin dedos; o sea, que apartaba los dedos y el pulgar como si formaran una pinza rígida, en un movimiento que hacía pensar más en las garras de un animal que en el movimiento de una mano humana. No era este el único aspecto sorprendente de su «recuperación». Tuvo que aprender a caminar otra vez, pues parecía avanzar como si careciera de capacidad motriz. Le fue también extraordinariamente difícil aprender a hablar: sus primeros intentos los hizo con las manos, como si fuesen garras que intentasen coger objetos; al mismo tiempo emitía curiosos sonidos, como silbidos, cuya falta de significado le irritaba. Pero su inteligencia no parecía haber sufrido ningún daño, pues en menos de una semana dominaba todos los actos vulgares que componen la vida cotidiana de un hombre.

Pero si bien su inteligencia no se había visto afectada, se había borrado cuanto componía el pasado de su propia vida. No había reconocido a su hermana, ni a ninguno de sus compañeros de Facultad y miembros del cuerpo docente de la Universidad de Miskatonic. Decía no saber nada de Arkham, Massachusetts, y poca cosa de los Estados Unidos. Fue necesario enseñarle todo esto otra vez. Necesitó poco tiempo -menos de un mes- para asimilar cuanto se le puso delante. Redescubrió el conocimiento humano en un tiempo sorprendentemente corto, y demostró una memoria excepcional, pues asimiló con exactitud todo lo que se le dijo y todo lo que leyó. Con el cambio -una vez completado el adoctrinamiento- se puso de manifiesto durante su enfermedad que la parte de su cerebro que alojaba la memoria era infinitamente más valiosa que antes.

Fue después de hacer todos estos ajustes a su nueva situación cuando Piper comenzó a actuar de una forma que él mismo denomina «inexplicable». Obtuvo una excedencia por tiempo indefinido de la Universidad de Miskatonic, y comenzó a viajar extensamente. Pero no le quedaba ningún recuerdo directo o personal de estos viajes cuando me visitó en la consulta, o de ningún momento tras su «recuperación», durante la enfermedad que había sufrido durante tres años. No había nada en su relato de estos viajes que se pareciese a un recuerdo; y tampoco era capaz de decir lo que había hecho durante los mismos: esto era algo extraordinario, si se pensaba en la fabulosa memoria que demostró durante su enfermedad. Le habían dicho cuando se «recuperó» que había ido a extraños y lejanos lugares del mundo -el Desierto Arábigo, las extensiones de Mongolia, el Círculo Ártico, las Islas de Polinesia, las Marquesas y el antiguo país Inca del Perú. No recordaba en absoluto lo que había hecho allí, ni tampoco había nada en su equipaje que probase sus recorridos, excepto uno o dos curiosos trozos de piedra cubiertos de lo que podría ser escritura jeroglífica antigua, adecuados para formar parte de la colección de un turista.

Cuando no estaba ocupado en estos viajes extraños, pasaba su tiempo leyendo, con inconcebible rapidez, en las grandes bibliotecas del mundo. Su recorrido le había llevado desde la biblioteca de la Universidad de Miskatonic en Arkham -muy conocida por sus manuscritos y libros prohibidos, acumulados a lo largo de siglos, a partir de los tiempos coloniales-, hasta El Cairo. Pero la mayor parte del tiempo lo había pasado en el Museo Británico de Londres y en la Biblioteca Nacional de París. Había consultado innumerables bibliotecas privadas, cuando se lo permitían sus dueños.

De todas formas, los datos que había comprobado durante su breve semana de «normalidad» -usando de todos los medios disponibles: cables, telegrama, radio, a causa de la urgencia, decía- demostraban que había leído, devorado, mejor dicho, ciertos libros muy antiguos que antes de caer enfermo desconocía por completo o conocía únicamente a través de las más vagas referencias. Estos libros, relacionados con remotas sabidurías, eran Los Manuscritos Pnakóticos, el Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred, los Unaussprechlichen Kulten de von Juntz, los Cultes des Goules del conde d'Erlette, De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, el Texto de R’lyeh, los Siete libros Crípticos de Hsan, los Cánticos de Dhol; el Liber Ivonis; los Fragmentos de Celaeno y muchos otros similares, alguno de los cuales existían sólo en forma fragmentaria, esparcidos por toda la superficie de la tierra. Por supuesto, había también otros de historia, pero de acuerdo con las fichas de retirada, las lecturas de Piper habían comenzado siempre con libros de leyendas o que trataban de cuestiones sobrenaturales. A partir de ahí seguía sus estudios de historia y antropología, en progresión directa, como si Piper asumiese que la historia de la humanidad había empezado, no en los tiempos antiguos, sino en un mundo increíblemente viejo, que ya existía antes de que el hombre midiese el tiempo según lo conocen los historiadores, y del que se habla en algunos temibles libros de ciencias ocultas.

También se sabía que había tenido contactos con otras personas a las que no conocía previamente, pero que al encontrarse, en el lugar que fuese, parecían tenerlo todo preparado; personas unidas por los mismos propósitos, relacionadas con investigaciones macabras, o miembros del cuerpo profesoral de alguna Universidad o escuela. Siempre existían puntos comunes entre ellos, según dedujo Piper en sus averiguaciones telefónicas intercontinentales, tras haber encontrado entre sus papeles, cuando volvió a la normalidad, algunos mensajes. Todos y cada uno habían sufrido un idéntico o muy similar estado de postración al que había pasado Piper a partir de la noche del teatro.

Aunque esta forma de actuar no tenía nada que ver con la vida de Piper antes de su enfermedad, una vez adoptada se mantuvo bastante consistente durante todo el tiempo en que estuvo enfermo. Los extraños e inexplicables viajes que había hecho poco después de haberse acostumbrado de nuevo, tras su ‘recuperación’, a vivir entre sus colegas y familiares, habían continuado durante los tres años en que no había sido «el mismo». Dos meses en Ponapé, un mes en Angkor-Vat, tres meses en las tierras antárticas, una conferencia con un colega experimentado en París, y cortos períodos en Arkham entre un viaje y otro. Este era el patrón de su vida; de esta forma pasó los tres años anteriores a su completo restablecimiento. Este período había sido seguido por otro de profundo desequilibrio, que no permitía a Amos Piper conservar la memoria de lo que había hecho en esos tres años, y le esclavizaba el terror de no cerrar los ojos para no ver aquello que sugería a su mente subconsciente algo espantoso y aterrador, ligado estrechamente a sus sueños.


II

Al cabo de tres visitas, logré convencer a Amos Piper para que me contase algún fragmento de sus extraños y gráficos sueños, esas aventuras nocturnas de su subconsciente que le torturaban. Se parecían mucho unos a otros en esencia: no existía una fase de transición entre el momento de estar despierto y el momento de estar dormido. Pero, a la luz de la enfermedad de Piper, eran desafiadoramente significativos. El más común de ellos repetía un lugar; esto, con algunas variaciones, ocurría repetidamente en la secuencia que Piper me expuso. Reproduzco aquí su propio relato del sueño que se repetía: «Yo era un erudito que trabajaba en la biblioteca de un edificio colosal. La habitación en la que estaba sentado, y en la que transcribía algo de un libro escrito en un idioma que no era el inglés, era tan grande que las mesas tenían la altura de una habitación normal. Las paredes no eran de madera, sino de basalto, y los estantes que cubrían las paredes eran de una clase de madera negra que no conocía. Los libros no estaban impresos, sino totalmente holografiados, algunos escritos en el mismo extraño idioma en que yo escribía.

Pero había algunos idiomas que podía reconocer -este reconocimiento, sin embargo, se remontaba a ancestrales recuerdos-, sánscrito, griego, latín, francés, incluso inglés, pero un inglés muy mezclado, desde el inglés de Piers Plowman hasta el de hoy. Las mesas aparecían iluminadas por grandes globos de cristal, unidos a extrañas máquinas hechas de tubos de vidrio y barras de metal, sin cables que las conectasen.

»Aparte de los libros en los estantes, el lugar daba la impresión de un austero vacío. En la piedra se veían extraños grabados, todos ellos dibujos matemáticos curvilíneos, junto con inscripciones en la misma escritura jeroglífica estampada en los libros. La mampostería era megalítica: en bloques convexos se encajaban las hiladas cóncavas que descansaban en ellos; se elevaban de un suelo compuesto por grandes losas octogonales de un basalto similar al de las paredes. Nada había colgado en ellas, y nada decoraba los suelos. Las estanterías iban desde el suelo hasta el techo, y entre las paredes solamente había las mesas en las que trabajábamos de pie, pues no había nada ante nuestra vista que se pareciese a una silla, ni tampoco sentía necesidad de sentarme.

»Durante el día podía mirar afuera, a un vasto bosque de árboles como helechos. Durante la noche podía mirar las estrellas, pero no reconocía ninguna: ni una sola constelación de esos cielos se parecía siquiera remotamente a las estrellas familiares, a las acompañantes nocturnas de la tierra. Esto me llenaba de terror, pues sabía que estaba en un lugar muy extraño, alejado de los lugares terrestres que había conocido y que ahora aparecían como recuerdos de una existencia increíblemente lejana. Tenía conciencia de que formaba parte integral de aquel mundo y a la vez de que no tenía nada que ver con él; era como si una parte de mí perteneciese a este medio y otra parte no. Estaba muy aturdido, y en especial me confundía darme cuenta de que estaba escribiendo una historia de la tierra de un tiempo que me parecía haber vivido, es decir, del siglo XX.

Estaba transcribiéndolo en sus detalles más nimios, como si fuese para estudiarla, pero no sabía con qué propósito. Quizá para añadir una opresora acumulación de saber a todo el saber que se concentraba en los innumerables libros de la habitación en que estaba, y en las habitaciones que la rodeaban, ya que el edificio entero al que pertenecía esta habitación era un gran almacén del saber. Tampoco era el único: por las conversaciones oídas en torno a mí, sabía que había otros más lejanos, y que en ellos había otros escribanos como nosotros, con tareas similares, y que el trabajo que realizábamos era vital para el retorno de la Gran Raza -raza a la que pertenecíamos- a los lugares de los universos donde una vez, hacía mucho, estuvo nuestro hogar, hasta que la guerra con los Primordiales nos obligó a huir.

»Trabajaba siempre con mucho miedo. Todo me inspiraba terror. Tenía miedo de mirarme a mí mismo. Tenía omnipresente un miedo terrorífico a un extraño descubrimiento intrínseco en la más fugaz ojeada a mi cuerpo, derivado de la convicción de que me había mirado con anterioridad y me había asustado profundamente al verme. Quizá tenía miedo de ser como los demás, puesto que mis compañeros, que me rodeaban, eran todos iguales. Aparentaban grandes conos de un material rugoso, como la estructura de un vegetal; medían más de diez pies de alto; su cabeza, así como sus manos, en forma de garras, estaban unidas a unas anchas extremidades que salían del vértice del cono. Caminaban merced a la expansión y contracción de la capa viscosa que formaba su base, y aunque no hablaban un lenguaje reconocible, podía entender los sonidos que emitían, pues, en mi sueño, me sabía instruido en ese idioma desde el momento en que llegué a aquel lugar. No hablaban con algo parecido a una voz humana, ni yo tampoco, sino con una extraña combinación de silbidos y golpes y rasguños de las grandes garras con que finalizaban sus cuatro extremidades enraizadas en lo que supuestamente podían ser sus cuellos, aunque esa parte de sus cuerpos no se veía.

»Parte de mi miedo sobrevino al entender ligeramente que era un prisionero dentro de un prisionero, que aun cuando estaba preso dentro de un cuerpo similar a los que me rodeaban, este cuerpo estaba, a su vez, preso dentro de la gran biblioteca. Buscaba en vano cosas que me fueran familiares. Nada de lo que allí había me recordaba a la Tierra que había conocido desde la niñez, y todo indicaba que nos encontrábamos en un punto lejano del espacio.

Comprendía que todos mis compañeros eran también cautivos de alguna forma, aunque algunos hacían el oficio de guardianes. Muy similares a los otros en forma, tenían un cierto aire de autoridad, y caminaban entre nosotros muchas veces para ayudarnos. Estos guardianes no amenazaban, sino que se comportaban de un modo cortés y a la vez firme.

»Aunque nuestros guardianes no tenían por qué hablarnos, uno de ellos actuaba sin ningún género de restricciones. Era, evidentemente, el instructor; se movía entre nosotros con más soltura que los demás y me di cuenta que incluso los otros guardianes eran diferentes a él. Esto no se debía exclusivamente al hecho de que fuera instructor, sino también a que le sabían condenado a muerte, porque la Gran Raza no estaba aún preparada para moverse y el cuerpo en que habitaba estaba destinado a morir antes de que tuviese lugar la migración. Había conocido a otros hombres, y tenía la costumbre de detenerse ante mi mesa: al principio sólo me decía unas palabras para darme ánimo, y más tarde hablaba durante largos ratos.

»Por él supe que la Gran Raza había existido en la Tierra y en otros planetas de nuestro universo, así como de otros universos, billones de años antes de que se escribiese la historia. Los conos rugosos que les daban la apariencia actual los habían ocupado hacía sólo algunos siglos, y estaban lejos de ser su propia forma, que se asemejaba más a un rayo de luz, pues eran una raza de mentes libres, capaces de invadir cualquier cuerpo y de desplazar la mente que lo habitaba anteriormente. Habían habitado la Tierra hasta que se vieron envueltos en la titánica batalla entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales por la dominación del cosmos. De aquella batalla, según me dijo, se derivaba la explicación del Mito Cristiano para la humanidad, pues las mentes simples de los hombres primitivos habían concebido sus recuerdos ancestrales como una batalla entre el Bien y el Mal. Desde la Tierra, la Gran Raza escapó al espacio, en un principio al planeta Júpiter, y luego más lejos, a esa estrella en la que ahora se encontraban, una estrella oscura de Tauro, donde se quedaron a esperar la siempre pendiente invasión de la región del Lago de Hali, que era el lugar del destierro de Hastur -uno de los Primordiales- después de la derrota de los Primordiales por los Dioses Arquetípicos. Pero ahora su estrella agonizaba, y se estaban preparando para una migración masiva a otra estrella, ya fuese hacia adelante o hacia atrás en el tiempo, y para ocupar los cuerpos de otras criaturas de vida más larga que los conos rugosos donde ahora se alojaban.

»La preparación consistía en el desplazamiento de mentes a criaturas que existían en varias épocas y en muchos lugares del universo. Había entre mis compañeros, afirmó, no sólo hombres-árboles de Venus, sino también miembros de la raza medio vegetal de la Antártica paleógena; no sólo representantes de la gran raza Inca del Perú, sino también miembros de la raza de hombres que vivirían la era post-atómica de la Tierra, horriblemente alterados por las mutaciones causadas por el desprendimiento de materiales radioactivos de las bombas de hidrógeno y cobalto de las guerras atómicas; no sólo seres como hormigas de Marte, sino también hombres de la antigua Roma, y hombres de un mundo de cincuenta mil años después. Había muchos más, de todas las razas, de todos los tipos de vida, de mundos que conocía y de mundos separados de mi tiempo por miles y miles de años. Era así porque la Gran Raza podía viajar cuando lo deseaba en el tiempo y en el espacio. Los conos rugosos que ahora constituían su cuerpo no eran sino un hábitat temporal, más breve que la mayoría de los que habían ocupado. Y el lugar en el cual desarrollaban ahora sus investigaciones, llenando sus archivos con la historia de la vida en todos los tiempos y en todos los lugares, era para ellos una esporádica residencia hasta emprender una existencia nueva y más duradera en otro lugar, en otra forma, en algún otro mundo.

»Todos los que trabajábamos en la gran biblioteca les ayudábamos a recopilar datos, puesto que cada uno de nosotros escribía la historia de su propio tiempo. Con el envío de sus miembros al vacío sideral, la Gran Raza podía ver por sí misma cómo era la vida en otros tiempos y lugares, y conocerla a través de los seres que en ese determinado momento vivían allí, porque de éstos eran las mentes que habían sido enviadas para ocupar el lugar de los miembros ausentes de la Gran Raza, hasta el momento en que se hallasen preparados para volver. La Gran Raza había construido una máquina para ayudarles en sus vuelos a través del tiempo y del espacio, pero no una de esas máquinas que puede imaginarse la humanidad, sino una que funcionaba en un cuerpo para separar y proyectar la mente; y cada vez que intentaba un viaje hacia adelante o hacia atrás en el tiempo, el viajero se sometía a la máquina y el viaje proyectado se realizaba. Así se trasladaban, sin traba alguna, a dondequiera que dirigieran sus migraciones en masa; todo lo accesorio, los aviones, los inventos, incluso la gran biblioteca, se dejaría atrás; la Gran Raza empezaría a construir su civilización, siempre esperando escapar de la destrucción que vendría cuando los Primordiales -el Gran Hastur, el Inefable, y Cthulhu que yace en las profundidades del agua, y Nyarlathotep el Mensajero, y Azathoth y Yog- Sothoth y toda su terrible progenie- escapasen a sus ataduras y se enzarzasen otra vez en una titánica batalla con los Dioses Arquetípicos en sus remotas fortalezas entre las estrellas distantes.»

Este era el sueño más corriente de Piper. De hecho, era probable que no se tratase de un sueño seguido, en el sentido de que se desarrollase en la misma ocasión, sino de uno que se repetía con detalles añadidos, hasta llegar a la versión final que había expuesto y que a él le parecía un mismo sueño repetido, cuando en realidad había sido una acumulación de diversas situaciones. Su forma de actuar en su breve período de «normalidad» en relación con su sueño era clara, pues representaba el reverso de la realidad: en la vida él imitaba las acciones de lo que posteriormente describió como conos rugosos, que habitaban sueños que luego se convertían en realidad. El orden tenía que ser, normalmente, el contrario; si sus acciones -sus intentos de agarrar objetos como si tuviese garras, y de hablar con las manos, y demás- hubiesen tenido lugar después de estos intensos sueños, la progresión normal habría podido ser observada. Era significativo que no hubiese ocurrido de esta forma.

Un segundo sueño parecía ser una simple continuación del primero. De nuevo Piper se encontraba trabajando en la alta mesa de la gran biblioteca, sin poder sentarse, ya que no había sillas, y además la forma de cono rugoso no permitía estar sentado. De nuevo el instructor que iba a morir se había parado a hablar con él, y Piper le había preguntado acerca de la vida de la Gran Raza.

«Le pregunté que cómo podía esperar la Gran Raza mantener sus planes en secreto, si reemplazaba a las mentes que se habían desplazado a otro lugar. Dijo que se conseguiría de dos formas. Primero, todo rastro de recuerdo de este sitio sería cuidadosamente borrado antes de que cualquiera de las mentes desplazadas regresase, bien fuese enviada hacia atrás o hacia adelante en el espacio y en el tiempo. Segundo, si quedase alguna señal, resultaría ser tan difusa e inconexa que carecería de sentido. Cualquier reconstrucción sería tan increíble para los demás, que la considerarían un invento de la imaginación, o incluso una enfermedad.

»Continuó diciéndome que a las mentes de la Gran Raza se les autorizaba para que eligiesen su hábitat. No se les enviaba fortuitamente a ocupar la primera «vivienda» con la que tropezaban, sino que tenían el poder de elegir entre las criaturas que divisaban aquella que deseaban ocupar. La mente desplazada era trasladada al lugar actual de residencia de la Gran Raza, mientras que el miembro de la raza se adaptaba a la vida de la civilización a la que había ido hasta encontrar los rastros de la vieja cultura que había culminado en el gran levantamiento entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales. Incluso tras el regreso, cuando la Gran Raza había aprendido cuanto deseaba acerca de la forma de vida y los puntos de contacto con los Primordiales –particularmente con sus servidores, que podrían oponerse a la Gran Raza, amante de la paz y de la soledad, y más allegada a los Dioses Arquetípicos que a los Primordiales-, en ocasiones se enviaban mentes para asegurarse de que las mentes desplazadas habían quedado limpias de todo recuerdo, o para emprender un nuevo desplazamiento, caso de que no hubiera sido así.

»Me llevó a las habitaciones subterráneas de la gran biblioteca. Había libros por todas partes, todos holografiados. Grupos de ellos estaban empaquetados en cámaras rectangulares alineadas, labradas en un desconocido metal brillante. Los archivos se ordenaban según las formas de vida, y tomé nota del hecho de que los conos rugosos de la estrella negra estaban considerados como superiores al hombre, puesto que el hombre no aparecía muy separado de los reptiles, que inmediatamente le precedían en la tierra. Cuando le interrogué acerca de esto, el instructor respondió que estaba en lo cierto. Explicó que el contacto con la Tierra sólo se mantenía porque en su día había sido el centro de las batallas entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, y los servidores de estos últimos vivían allí, desconocidos para la mayoría de los hombres: los Profundos en las profundidades del océano, los batracios de Polinesia y área de Innsmouth en Massachusetts, el temible Pueblo Tcho-Tcho del Tíbet, los Shantaks de Kadath en el Desierto de Hielo, y muchos otros, y quién sabe si ahora resultaría necesario para la Gran Raza regresar otra vez al planeta verde que había sido su primer hogar. Me dijo que ayer mismo -un tiempo que parecía infinitamente largo, pues la duración de los días y las noches allí era equivalente a una semana en la Tierra- había regresado una de las mentes de Marte y comunicado que el planeta estaba tan cerca de la muerte, o más, que su propia estrella, y que se había perdido, por tanto, otra de las alternativas.

»De este subterráneo me llevó a la parte de arriba del edificio. Era una gran torre con una cúpula de una sustancia como el cristal, a través de la cual podía mirar el paisaje exterior. El bosque de helechos que había visto era de hojas verdes secas, no frescas, y lejos del borde del bosque se extendía un gran desierto interminable que descendía a un oscuro golfo: la cuenca ya seca de un gran océano, según explicó mi guía. La estrella negra había entrado en la órbita más alejada de una nova y ahora moría lenta e implacablemente. ¡Qué extraño parecía el paisaje! Los árboles se veían enanos en comparación con los grandes edificios de piedras megalíticas desde donde los contemplábamos; ningún pájaro volaba por el cielo gris; no había ninguna nube, ni niebla en el abismo; y la luz del lejano sol que iluminaba la estrella negra venía indirectamente del espacio, de modo que el paisaje estaba siempre bañado en una irrealidad gris.

»Me estremecí al mirar.»

Los sueños de Piper aparecían cada vez más inmersos en el terror. Este miedo se materializaba en dos planos: uno que le ataba a la Tierra, y otro a la estrella negra. Había pocas variaciones. Un segundo tema, que se produjo dos o tres veces en una misma secuencia, era que se le permitía acompañar al guardián instructor a un curioso cuarto circular, que debía estar en la parte baja de la colosal torre. En cada uno de esos casos, uno de los conos rugosos se hallaba tendido en una mesa entre cúpulas de resplandeciente cristal de una máquina que emitía una luz intermitente, como si se tratase de una especie de electricidad, aunque, al igual que las lámparas de las mesas de trabajo, no había cables que fuesen hacia ellas o saliesen de ellas.

A medida que aumentaban las vibraciones de la luz y la intensidad de su brillo, el cono rugoso que estaba en la mesa entraba en estado de coma, y permanecía así por un tiempo, hasta que la luz oscilaba y el zumbido de la máquina se detenía. Entonces el cono volvía a la vida otra vez, e inmediatamente empezaba a emitir un torrente de silbidos y sonidos. La escena no variaba. Piper comprendía lo que decían, y creía que lo que presenciaba cada vez era el regreso de una mente perteneciente a la Gran Raza, y el envío de la mente desplazada que había ocupado el cono rugoso en su ausencia. La sustancia de la rápida charla del cono redivivo era siempre muy similar: venía a ser un resumen de la estancia de la gran mente lejos de la estrella negra. En una ocasión la gran mente había venido de Inglaterra después de una estancia de cinco años como antropólogo inglés, y pretendía haber visto los lugares en que los sicarios de los Primordiales aguardaban. Algunos habían sido parcialmente destruidos -como, por ejemplo, cierta isla no lejos de Ponapé, en el Pacífico, y el Arrecife del Diablo, cerca de Innsmouth, y una montaña de cavernas y un lago cerca de Machu Pichu. Otros servidores estaban dispersos, sin ninguna organización, y los Primordiales que permanecían en la Tierra estaban prisioneros bajo la estrella de cinco puntas que era el sello de los Dioses Arquetípicos. De los lugares que se nombraron como lugares potenciales para un futuro de la Gran Raza, la Tierra era siempre el que figuraba en cabeza, a pesar de los peligros de una guerra atómica.

Estaba claro, a medida que Piper progresaba en el relato de sus sueños, y a pesar de su confusión, que la Gran Raza pretendía volar a otro planeta o estrella muy distante de la estrella moribunda que ahora ocupaba, y las extensas regiones del planeta verde donde vivían pocos hombres -lugares cubiertos de hielo, regiones arenosas en los países cálidos- se presentaban como un paraíso para la Gran Raza. Básicamente los sueños de Piper eran todos muy similares. Existía siempre la enorme estructura de bloques megalíticos de basalto, siempre el interminable trabajo de esos seres extraños que no necesitaban dormir invariablemente la sensación de estar preso y, en la vida real, concomitante, el miedo siempre presente del que Piper no podía liberarse. Llegué a la conclusión de que Piper, incapaz de relacionar los sueños con la realidad, era, víctima de una profunda confusión, uno de esos hombres desdichados que han perdido la capacidad de distinguir si el mundo real es el de los sueños o aquel en que habla y se mueve durante el día. Pero esta conclusión no me satisfacía del todo. Pronto supe que acertaba al poner en duda la veracidad de mi juicio.

III

Amos Piper fue mi paciente por un corto período de tres semanas. Pude observar durante ese tiempo, para mi pesar y para descrédito del tratamiento aplicado, que su condición se deterioraba paulatinamente. Empezaron a producirse alucinaciones, o al menos lo parecían, particularmente según el proceso típico de las ilusiones paranoicas de ser perseguido y observado. Este proceso llegó a su punto álgido en una carta que Piper me escribió y me envío por un mensajero. Sin duda, la carta había sido escrita precipitadamente...

«Querido Dr. Corey: Como es posible que no le vea más, quiero decirle que ya no tengo duda alguna respecto a mi situación. Sé que alguien me ha estado vigilando durante algún tiempo, y no es un ser terrestre, sino una de las mentes de la Gran Raza. Ahora estoy convencido de que todas mis visiones y sueños se derivan de ese período de tres años durante el cual estuve desplazado, o ‘no era yo’ según decía mi hermana. La Gran Raza existe aparte de mis sueños. Ha existido durante más tiempo que la medida humana del tiempo. No sé dónde está. En la estrella negra de Tauro o aún más lejos. Pero se preparan para trasladarse otra vez, y uno de ellos está muy cerca.

»No he estado ocioso entre visita y visita a su consulta. He tenido tiempo de hacer más investigaciones por mi cuenta. Muchos hilos atados a mis sueños me habían alarmado y me desconcertaban. ¿Qué ocurrió, por ejemplo, en Innsmouth en el año 1928 para que el gobierno federal hiciese explotar grandes cargas en el Arrecife del Diablo, en la costa atlántica, cerca de esa ciudad? ¿Qué es lo que había en ese pueblo de la costa que dio lugar a la detención y consecuente desaparición de casi todos los ciudadanos? ¿Y qué lazo unía a los polinesios y a la gente de Innsmouth? Además, ¿qué fue lo que descubrió la expedición Miskatonic Antartic de 1930-31 en las Montañas de la Locura, de tal naturaleza que se ha mantenido en secreto para todo el mundo excepto para los sabios de la universidad? ¿Cómo explicar la narración de Johannsen sino como un relato corroborativo de la leyenda de la Gran Raza? ¿Y no ocurre lo mismo con las antiguas ciencias de las naciones Incas y Aztecas?

»Podría continuar así durante muchas páginas, pero no hay tiempo. He descubierto datos de esos inquietantes incidentes, muchos de ellos acallados para no perturbar a un mundo cargado de problemas. El hombre, después de todo, es sólo una pequeña manifestación en la faz de un solo planeta en uno solo de los muchos universos que llenan el espacio. Solamente la Gran Raza conoce el secreto de la vida eterna, moviéndose en el tiempo y en el espacio, ocupando un lugar después de otro, convirtiéndose en animal, vegetal o insecto, según las circunstancias.

»Debo darme prisa. Tengo tan poco tiempo... Créame, mi querido doctor, sé lo que escribo...»

No me sorprendió mucho recibir esta carta, pues sabía por la señorita Abigail Piper que su hermano había sufrido una «recaída», al parecer pocas horas después de escribir esta carta. Me apresuré a ir a casa de los Piper. En la puerta me encontré a mi paciente. Estaba completamente cambiado. Demostró tener una seguridad en sí mismo que no había tenido durante su visita a mi consulta ni en ningún momento desde el día que le conocí. Me aseguró que por fin había logrado el control sobre sí mismo, que las visiones a las que había estado expuesto habían desaparecido, y que ahora podía dormir libre de esos sueños que tanto le habían molestado. Desde luego, no podía dudar que se había recuperado, y no me era posible comprender por qué la señorita Piper me había escrito esa nota desesperada, a menos que se hubiese acostumbrado a que su hermano se hallase en un estado desconcertante y que hubiese confundido su mejoría con una «recaída». Esta recuperación era extraordinaria, ya que el incremento de su miedo, sus alucinaciones, su intenso nerviosismo y finalmente su rápida carta indicaban, con la misma evidencia que un síntoma físico indicaría una enfermedad, el derrumbe de su precario estado mental.

Me satisfacía esta recuperación; y le felicité. Aceptó mi felicitación con una sonrisa débil, y luego se excusó diciendo que tenía mucho que hacer. Le prometí telefonear una vez a la semana, más o menos, para vigilar cualquier retorno a la sintomatología de su desesperado estado anterior.

Diez días después le vi por última vez. Le encontré amable y cortés. La señorita Abigail Piper estaba delante, algo turbada, pero sin lamentarse. Piper no había vuelto a tener visiones o sueños, y era capaz de hablar con franqueza de su «enfermedad», desaprobando cualquier mención de «desorientación» o «desplazamiento» con una insistencia que sólo podía interpretar como un ansioso deseo por su parte de que yo borrara de mi mente todas aquellas impresiones. Pasé una hora muy agradable con él; pero no podía escapar a la convicción de que, mientras el hombre preocupado que había conocido en mi consulta era un hombre de una inteligencia pareja a la mía, el «recuperado» Amos Piper era un hombre de una inteligencia muy superior.

En el momento de mi visita, me impresionó el hecho de que se estaba preparando para unirse a una expedición a la región del Desierto Arábigo. No se me ocurrió entonces relacionar sus planes con los curiosos viajes que había realizado durante sus tres años de enfermedad. Pero los hechos posteriores me hicieron recordarlo.

Dos noches después, entraron en mi consulta y la saquearon. Todos los documentos originales pertenecientes al caso Amos Piper habían sido robados de los archivos. Afortunadamente, movido por una intuición que no podría explicar, había hecho copias de los más importantes relatos de sus sueños, así como de la carta que me escribió al final, que también había desaparecido. Los documentos no podían tener valor para alguien que no fuese Amos Piper, y Piper estaba ya supuestamente curado de su obsesión, así que la única explicación de este extraño hurto era tan rara que me resistía a admitirla. Además, me enteré de que Piper salía para su viaje al día siguiente, lo que establecía la posibilidad de ser el instrumento -escribo «instrumento» deliberadamente- del robo.

Ahora bien, un Piper curado no podía tener razón alguna para desear de forma tan manifiesta que los datos permaneciesen en su poder. Y en cambio, un Piper «recaído» tendría todos los motivos para desear que estos papeles fuesen destruidos. ¿Cabía suponer que Piper había sido desplazado nuevamente? En este caso, el hecho no habría sido tan obvio como la vez anterior, porque la mente que desplazaba la suya para cobijarse en su cuerpo lo conocía ya y no habría tenido necesidad de acostumbrarse otra vez a los hábitos y formas de comportamiento del hombre...

Por increíble que pareciera esta hipótesis, trabajé en ella iniciando unas investigaciones por mi cuenta. Mi intención era, en principio, pasar una semana -posiblemente dos- buscando respuesta a algunas de las preguntas que Amos Piper me había hecho en su carta. Pero unas semanas no fueron suficientes; el trabajo se prolongó durante meses, y a finales de año estaba más confundido que nunca. Además me encontraba en el borde del mismo abismo en el que había caído Piper. Pues algo había pasado en Innsmouth en 1928, algo que había ocupado al gobierno federal, y acerca de lo cual nada podía averiguarse, excepto los vagos y terroríficos indicios de una relación con los batracios de Ponapé. Y había extraños y alarmantes descubrimientos en algunos de los templos de Angkor-Vat, descubrimientos que estaban relacionados con la cultura de los polinesios así como de algunas tribus indias del noroeste americano, y de otros descubrimientos hechos en las Montañas de la Locura por una expedición de la Universidad de Miskatonic.

Había relatos de incidentes similares, todos ocultos en misterio y oscuridad. Y los libros -los libros prohibidos que Amos Piper había consultado- estaban en la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, y lo que en esas páginas leí resultaba horriblemente sugestivo a la luz de lo que había dicho Amos Piper, y de todo lo que posteriormente comprobé. Lo que allí se exponía, aunque indirectamente, era que en algún lugar existió una raza de seres infinitamente superiores -llamémoslos dioses o la Gran Raza, o con cualquier otro nombre que trasladaban sus mentes libres a través del tiempo y del espacio. Y si esto era aceptado como una premisa, entonces podía ser también cierto que la mente de Amos Piper había sido de nuevo desplazada por una mente de la Gran Raza, enviada a investigar si todos los recuerdos de su estancia entre ellos habían sido borrados.

Pero los hechos más inquietantes de todos son los que han ido saliendo a la luz gradualmente. Me tomé la molestia de indagar cuanto podía descubrir acerca de los miembros de la expedición al Desierto Arábigo a la que Amos Piper se había unido. Venían de todos los rincones del mundo, y eran todos hombres de los que podía esperarse que tuvieran un interés especial en una expedición de esta naturaleza: un antropólogo inglés, un paleontólogo francés, un sabio chino, un egiptólogo, y muchos más. Y supe que cada uno de ellos, al igual que Amos Piper, había sufrido en algún momento durante la última década algún tipo de ataque, descrito variadamente, pero que innegablemente consistía en un desplazamiento de la personalidad, lo mismo que Piper.

En alguna parte de esas remotas tierras del Desierto Arábigo ¡la expedición entera desapareció de la faz de la tierra! Fue quizá inevitable que mis persistentes investigaciones provocasen interés en sectores ajenos a mí. Ayer un paciente vino a mi consulta. Había algo en sus ojos que me hizo pensar en Amos Piper, la última vez que le vi: una superioridad condescendiente, altiva, que me hizo encogerme de miedo, así como cierta torpeza en sus manos. Y ayer por la noche volví a verle, pasando bajo la farola de la calle de mi casa. Otra vez esta mañana, como un hombre que estudia a otro, y a sus hábitos, por alguna razón enrevesada para ser conocida por su víctima...

Y ahora cruzando la calle... Las hojas sueltas del anterior manuscrito fueron encontradas en el suelo de la consulta del doctor Nathaniel Corey, cuando su enfermera acudió a la policía a causa de unos ruidos alarmantes tras la puerta de la consulta, que estaba cerrada. Cuando irrumpió la policía, el doctor Corey y un paciente no identificado estaban arrodillados, intentando en vano empujar las hojas hacia las llamas de la chimenea situada en la pared norte de la habitación.

Los dos hombres parecían incapaces de agarrar las hojas, pero las empujaban hacia delante con un movimiento similar al de los cangrejos. Ajenos a la presencia de la policía, se ocupaban sólo de la destrucción del manuscrito y persistían en sus esfuerzos poco naturales para conseguirlo con histérica precipitación. Ninguno fue capaz de dar una explicación inteligible a la policía o a los médicos asistentes, ni era coherente lo que decían.

En vista de que, tras un examen minucioso, ambos parecen haber sufrido un profundo cambio de personalidad, han sido trasladados para internamiento indefinido al Instituto Larkin, el famoso sanatorio privado para dementes...