Wednesday, September 20, 2006

Leyenda Atlante
(Fragmento de Enrique de Ofterdingen)
Novalis


Había una vez un rey que vivía en un espléndido palacio y estaba rodeado de una corte fastuosa. De todas las partes del mundo acudían multitud de hombres y mujeres que querían participar de la magnificencia y esplendor de aquella vida. En las fiestas, que allí eran diarias, no faltaba nunca la más gran profusión de exquisitos manjares, la más bella música, los trajes y adornos más lujosos ni los más variados espectáculos y diversiones; para acabar de hacer agradable la vida en aquel palacio hay que decir que reinaba en él una sabia ordenación de todas las cosas: varones prudentes, complacientes y eruditos entretenían a la gente y daban alma y vida a las conversaciones, y apuestos galanes y hermosas doncellas eran la verdadera alma de aquellas encantadoras veladas. El anciano rey, que por otra parte era un hombre grave y severo, tenía dos debilidades que eran el verdadero motivo de aquella vida espléndida y a las que se debía todo cuanto se hacía en el palacio. Una de ellas era su hija, a la que amaba con indecible ternura por ser un vivo recuerdo de su esposa, muerta en plena juventud, y por ser una muchacha de inefable belleza y encanto. Por ella, por traerle el cielo a la Tierra, el padre hubiera ofrecido todos los tesoros de la Naturaleza y todo el poder del espíritu humano. La otra era su auténtica pasión por la poesía y por los poetas. Desde su juventud había leído con íntimo deleite las obras de éstos; había dedicado mucho tiempo y mucho dinero en coleccionar poesías de todas las lenguas, y desde siempre había preferido a cualquier otra la compañía de los trovadores. De todos los confines de la Tierra los mandaba venir a su corte y los colmaba de honores. Nunca se cansaba de escuchar sus cantos, y era frecuente que por un canto nuevo de los que a él le arrebataban llegara a olvidar los asuntos más importantes, llegara a olvidarse incluso de comer y de beber. Su hija había crecido entre estas canciones y toda su alma se había convertido en una tierna melodía, en una sencilla expresión de melancolía y nostalgia. La benéfica influencia de aquellos poetas tan protegidos y honrados por el anciano monarca se hacía notar en todo el país, pero de un modo especial en la corte. Allí se saboreaba la vida a pequeños sorbos, como una bebida exquisita, y con un placer y una seguridad tanto más puros cuanto que todas las malas pasiones y los instintos hostiles eran conjurados como disonancias de la armonía que señoreaba en todos los espíritus. La paz del alma y la beatitud de la contemplación interior de un mundo feliz creado por el hombre eran el tesoro de aquella época maravillosa; y la discordia aparecía sólo en las viejas leyendas de los poetas como una antigua enemiga del hombre. Parecía como si los espíritus del canto no hubieran podido dar a su protector una mejor prueba de su amor era y de su agradecimiento que aquella hija, que poseía todas las gracias que la más dulce fantasía pueda juntar en la delicada figura de una doncella. Cuando en aquellas hermosas veladas, rodeada de un bello cortejo y vestida con una resplandeciente túnica blanca, se la veía escuchar con profunda atención las justas poéticas de los enardecidos trovadores, y cómo, ruborizada, colocaba una fragante corona sobre los rizados cabellos del afortunado vencedor, pensaban todos que estaban ante el alma misma de aquel maravilloso arte, ante el espíritu que suscitaba aquellos versos mágicos, y dejaban de admirar los arrobamientos y las melodías de los poetas.
Sin embargo, sobre aquel Paraíso en la Tierra parecía flotar un misterioso destino. La única preocupación de los habitantes de aquellas regiones eran las nupcias de aquella princesa en flor: de ellas dependía la suerte de todo el reino y la continuidad de aquellos felices tiempos. El rey estaba cada día más viejo. Él mismo parecía muy preocupado por el matrimonio de su hija; sin embargo, no se veía por el momento ninguna posibilidad que pudiera satisfacer los deseos de todos. El sagrado respeto que infundía la casa del rey impedía que ninguno de los súbditos se atreviera siquiera a pensar en la posibilidad de poseer algún día a la princesa. Todo el mundo la veía como un ser sobrenatural, y los príncipes de otros países que en aquella corte habían manifestado deseos de casarse con la hija del rey parecían estar tan por debajo de ella que a nadie se le ocurría imaginar que la princesa o el rey pudieran fijarse en ellos. EI sentimiento de distancia que se tenía en aquella corte había ido apartando a todos los pretendientes, y la fama del gran orgullo de aquella familia real, que se había extendido por todos los reinos, parecía cohibir a los otros, temerosos como estaban de no ir más que a buscar una humillación. Y totalmente infundada no era esta fama. El rey, a pesar de toda su bondad y dulzura, estaba, sin casi él notarlo, poseído de un sentimiento de superioridad tan grande que no podía concebir la idea de casar a su hija con un hombre de inferior condición o de cuna menos noble; el simple pensamiento de esta posibilidad se le hacía insoportable. El gran valor de aquella doncella, sus cualidades excepcionales no habían hecho más que afianzar este sentimiento en el anciano monarca. Procedía de una antigua estirpe real de Oriente. Su esposa había sido la última rama de la descendencia del famoso héroe Rustan *. En sus cantos, los poetas le habían hablado siempre de su parentesco con aquellos seres sobrehumanos que un día habían sido señores del mundo; y en el mágico espejo de la poesía, la distancia entre su estirpe y la de los otros hombres, la majestad y esplendor de su ascendencia brillaban con tal intensidad que le parecía que la noble casta de los poetas era el único vínculo que le unía con el resto de la humanidad. Inútilmente buscaba un segundo Rustan; al mismo tiempo veía que el corazón en flor de su hija, el estado de su reino y su avanzada edad hacían desear, en todos los aspectos, el matrimonio de la doncella.
* _ Rustan, uno de los héroes más importantes de la épica iránica.
No muy lejos de la corte, en una hacienda apartada, vivía un anciano cuya sola ocupación era la educación de su único hijo; aparte de esto daba consejos a los campesinos que se encontraban en casos graves de enfermedad. Su hijo era un muchacho de talante serio que vivía entregado totalmente al estudio de la Naturaleza, ciencia en la que su padre le había instruido desde la infancia. Hacía ya varios años que el anciano había llegado desde lejanas tierras a aquel país pacífico y próspero, y no anhelaba otra cosa que gozar de la dulce paz y del sosiego que el monarca infundía en todo su reino. Aprovechaba aquella situación para estudiar las fuerzas secretas de la Naturaleza y transmitir a su hijo aquellos apasionantes conocimientos; éste revelaba una gran disposición para estos estudios, y parecía que la Naturaleza manifestara una especial predisposición para confiar sus enigmas a un espíritu tan profundo como el suyo. El aspecto exterior del muchacho no llamaba la atención en nada: sólo el que tuviera un sentido especial para descubrir la secreta condición de su noble espíritu y la desusada claridad de su mirada habría sido capaz de ver en él algo especial. Cuanto más se le miraba mayor atracción se sentía por él, y nadie podía separarse de su lado cuando escuchaba su voz penetrante y dulce y su discurso fácil y atrayente.
Los jardines de la princesa llegaban hasta el bosque que ocultaba la vista del pequeño valle en el que se encontraba la hacienda del viejo. Un día, la princesa se había ido a pasear a caballo por el bosque; iba sola: de este modo podía, con mayor tranquilidad, ir siguiendo el hilo de sus fantasías e ir repitiendo algunos de los cantos que le habían gustado. El frescor de aquel profundo bosque hacía que se fuera adentrando más y más en sus sombras; de este modo llegó a la hacienda en la que vivían el anciano y su hijo. Tenía sed; bajó del caballo, lo ató a un árbol, y entró en la casa a pedir un poco de leche. El muchacho, que se encontraba en aquel momento allí, casi se asustó al ver ante sus ojos la imagen encantadora de una mujer majestuosa, adornada con todos los encantos imaginables de juventud y belleza, y divinizada, casi, por la transparencia indefiniblemente atractiva de un alma pura, inocente, y noble. El muchacho se apresuró a satisfacer aquella súplica, que en la voz de la doncella había sonado como un canto celeste; mientras tanto, con un gesto modesto y respetuoso, el anciano se acercó a la muchacha y la invitó a sentarse junto a una sencilla lumbre que estaba en el centro de la casa y en la que ardía, silenciosa y juguetona, una leve llama azul. Con sólo entrar, la doncella se sintió sorprendida por las mil cosas curiosas que adornaban la estancia, por el orden y la pulcritud del conjunto, y por un cierto aire como religiosos que impregnaba toda la pieza; la sencillez en el vestir de aquel venerable anciano y el discreto continente de su hijo corroboraron esta primera impresión. El padre la tomó en seguida por una persona de la corte, por la riqueza de sus vestiduras y por la nobleza de su prote.
Mientras el hijo había ido por la leche, la princesa preguntó sobre algunas de las cosas que le habían llamado la atención, especialmente por unos cuadros antiguos y curiosos que estaban junto al hogar al lado de la silla que le había ofrecido el anciano; éste se los enseñó con gran amabilidad y con explicaciones que atraían vivamente la atención de la doncella.
El joven volvió pronto con una jarra de leche fresca y se la ofreció a la muchacha con un gesto a la vez sencillo y respetuoso.
Después de haber tenido una agradable conversación con los dos, la princesa, con la misma expresión de dulzura con que se había presentado a ellos, les dio las gracias por su amable hospitalidad y, ruborizada, les pidió que la dejaran volver, porque quería gozar de nuevo de aquellas explicaciones que tantas cosas interesantes le decían sobre las cosas admirables que se encontraban en aquella casa; y subiendo al caballo se marchó sin haber dicho quién era, porque se dio cuenta de que ni el padre ni el hijo habían ante advertido que era la hija del rey. A pesar de que la capital estaba tan cerca, tanto el padre como el hijo habían procurado evitar siempre el tumulto de la gente, sumidos como vivían en sus estudios, y el muchacho nunca había sentido deseos de tomar parte en las fiestas de la corte: no se separaba nunca de su padre más que una hora al día, como máximo, para pasearse por el bosque, buscando mariposas, insectos, y plantas, a veces, y escuchando la tranquila voz de la Naturaleza a través de sus múltiples y varios encantos externos.
El sencillo acontecimiento de aquel día había dejado huella en el alma de los tres. El anciano se había dado cuenta enseguida de la profunda impresión que la desconocida había causado en su hijo, y lo conocía lo bastante para saber que una impresión como aquella había de durar en él toda su vida. Sus pocos años y la naturaleza de su corazón habían de convertir en inclinación invencible una primera impresión como la que había tenido aquel día *. Ya hacía tiempo que el anciano esperaba esto. La extremada gentileza y bondad de aquella aparición le infundían, sin él mismo darse cuenta, una íntima simpatía por aquel naciente amor, y su espíritu, confiado, alejaba de él toda preocupación por las consecuencias que pudiera tener aquel gran encuentro fortuito.
* _ En esta narración se encuentra prefigurado el amor de Enrique por Matilde (capítulo 6 y siguientes).
La princesa, cabalgando hacia palacio, sentía algo que no había sentido nunca: se abría ante ella un mundo nuevo; una sensación única, como de clarobscuro, maravillosamente móvil y vivaz, le impedía pensar propiamente en nada. Un velo mágico envolvía, con amplios pliegues, su conciencia, hasta entonces tan clara; le parecía que si este velo se levantara iba a encontrarse en un mundo sobrenatural. El recuerdo de la poesía, el arte que hasta aquel momento había ocupado toda su alma, se había convertido en un canto lejano que enlazaba su pasado con el extraño y dulce sueño de ahora.
Cuando llegó a palacio se sintió como asustada, casi, ante la magnificencia de aquella corte y el esplendor y brillantez de la vida que en ella se llevaba, pero más que nada la asustó también la bienvenida que le dio su padre: por primera vez en su vida el rostro del monarca infundía en ella un respeto mezclado de temor. Le parecía absolutamente necesario no decir ni una sola palabra sobre su aventura. Todo el mundo estaba demasiado acostumbrado a su seriedad soñadora, a su mirada perdida en fantasías y profundas meditaciones para notar en ella nada extraordinario. Ya no se encontraba en aquel dulce estado de espíritu en que se encontraba antes: todos los que la rodeaban le parecían desconocidos; una extraña angustia la estuvo acompañando todo el día, hasta que por la noche la alegre canción de un poeta que exaltaba la esperanza y cantaba los milagros de la fe en el cumplimiento de nuestros deseos la llenó de un dulce consuelo y la meció en el más agradable de los sueños.
El muchacho, por su parte, en cuanto se hubo despedido de ella, se adentró enseguida en el bosque; escondido en los matorrales que rodeaban el camino, había seguido a la princesa hasta la puerta del jardín de palacio; luego volvió a casa por el mismo camino que había recorrido la doncella. De repente vio a sus pies una cosa que brillaba vivamente. Se inclinó acogerla: era una piedra de color rojo obscuro que por un lado lanzaba fuertes destellos y por el otro tenía grabadas unas cifras ininteligibles. El muchacho la miró: era una gema de gran precio que le pareció haber visto en la parte central del collar que llevaba la desconocida. Como si tuviera alas en los pies, y como si la doncella estuviera todavía en su casa, el muchacho corrió a toda prisa a enseñar la piedra a su padre. Los dos acordaron que a la mañana siguiente el joven volvería al camino en el que había encontrado la piedra y esperaría a ver si alguien iba en busca de ella; si no, la guardarían hasta la próxima visita de la desconocida para devolvérsela a ella directamente.
El muchacho estuvo casi toda la noche contemplando la gema; al amanecer sintió deseos irreprimibles de escribir algunas palabras en la hoja en la que iba a envolver la piedra. El mismo no sabía exactamente qué querían decir aquellas palabras que escribió:

Un signo misterioso está grabado
profundamente en la sangre ardiente de esta piedra;
se puede comparar a un corazón
en el que descansa la imagen de la Desconocida.

En torno a aquélla brillan mil centellas,
en torno a éste un torrente de luz.
Aquélla oculta un gran resplandor,
¿conseguirá éste el corazón de su corazón?

Apenas despuntó el día, el muchacho se puso en camino y se dirigió a toda prisa a la puerta del jardín del palacio.
Entre tanto, la noche anterior, al desvestirse, la princesa notó que en su collar faltaba aquella piedra preciosa que era a la vez un recuerdo de su madre y un talismán cuya posesión le aseguraba la libertad de su persona, de tal modo que con él no podía caer en poder de nadie contra su voluntad.
Aquella pérdida le causó sorpresa más que temor. Se acordaba de que el día anterior, en aquel paseo que había dado por el bosque llevaba todavía aquella piedra, y estaba segura de que debía haberla perdido o bien en la casa del anciano o bien en el bosque, de regreso al palacio; todavía recordaba muy bien el camino; así que decidió salir de buena mañana a buscar la piedra, y esta idea la puso tan contenta que casi parecía que se alegraba de la pérdida de aquella joya: así tenía ocasión de volver a recorrer aquel camino.
Con la primera luz del día, atravesó la princesa el jardín de palacio y se dirigió al bosque; como andaba más deprisa de lo acostumbrado, encontró muy natural que su corazón latiera fuertemente y que sintiera una opresión en el pecho. Empezaba el Sol a dorar las copas de los viejos árboles, que se agitaban con un suave murmullo como si quisieran despertarse unos a otros de sus sueños nocturnos para saludar todos juntos al gran astro, cuando la princesa, sorprendida por un ruido lejano, levantó la vista y vio cómo el muchacho, que en aquel momento la había visto también a ella, corría a su encuentro.
Como clavado en el suelo, permaneció quieto unos momentos mirando fijamente a la doncella; parecía que quisiera convencerse de que era realmente ella a quien tenía ante sus ojos y no a una visión ilusoria. El muchacho y la doncella se saludaron con una expresión contenida de alegría como si hiciera ya tiempo que se conocieran y se amaran. Antes de que la princesa pudiera explicarle el motivo de su paseo matinal, el joven, ruboroso y palpitante de emoción, le entregó la piedra envuelta en el papel que contenía los versos escritos la noche anterior. Parecía como si la princesa adivinara ya lo que éstos decían. La doncella tomó el envoltorio con mano temblorosa y, como sin darse cuenta, casi, premió el feliz hallazgo del muchacho colgándole una cadena de oro que llevaba ella en el cuello. Turbado y confuso se arrodilló él a sus pies, y cuando la princesa le preguntó por su padre el muchacho estuvo unos instantes sin poder articular una sola palabra. Ella, bajando la vista, le dijo a media voz que volvería pronto a su casa, que tenia grandes deseos de aprovechar el ofrecimiento que le había hecho su padre de enseñarle todas aquellas cosas que había visto en su primera visita.
La princesa volvió a dar las gracias al muchacho, con de extremada efusión, y sin volver la vista se encaminó lentamente al palacio. El muchacho no pudo proferir palabra alguna. Hizo una profunda inclinación de cabeza y fue siguiendo a la doncella con la vista durante un buen tiempo, hasta que desapareció entre los árboles.
Pocos días después la princesa fue por segunda vez a casa del anciano, y a esta visita siguieron otras. El muchacho acabó acompañándola en todos estos paseos. A una hora convenida la recogía en la puerta del jardín, y luego la volvía a acompañar a palacio. A pesar de la gran confianza que ella iba teniendo hacia su compañero, hasta el punto de que ninguno de los pensamientos de su alma celestial permanecían ocultos al joven, la doncella guardaba un silencio impenetrable sobre su condición de hija del rey.
Parecía como si su elevada cuna le infundiera a ella misma un secreto temor. Por su parte el muchacho le entregaba también toda su alma. Padre e hijo la tomaban por una doncella noble de la Corte. Ella profesaba al anciano el cariño de una hija. Las caricias que le hacía eran como dulces presagios de la ternura que sentiría hacia su hijo. No tardó en convertirse en un miembro más de aquella maravillosa casa; con voz celestial y acompañándose de un laúd, cantaba dulces canciones al anciano y a su hijo; éste, sentado a los pies de la muchacha, escuchaba lo que le decía ésta sobre el dulce arte de la poesía; ella, a su vez, oía de los ardorosos labios del muchacho la clave de los misterios que la Naturaleza expande por doquier. Le enseñaba de qué modo el mundo había surgido por las extrañas simpatías que existían entre los elementos, y cómo los astros se habían dispuesto en melodiosos corros. Y toda la historia de la formación del mundo aparecía en el espíritu de ella a través de aquellas sagradas explicaciones. La doncella se quedaba como extasiada cuando su alumno, en los momentos de mayor inspiración, cogía a su vez el laúd y con un arte increíble prorrumpía en los más bellos cantos.
Un día, acompañándola al palacio, el muchacho sintió que una fuerza especial se apoderaba de él y le infundía una desacostumbrada osadía; también la habitual reserva y discreción de la doncella se sintieron aquel día desbordados por un amor más fuerte que de costumbre: así fue como, sin saber ellos mismos de qué modo, cayeron uno en brazos del otro, y un ardiente beso de amor, el primero, fundió para siempre aquellos dos seres en uno.
De repente el cielo se obscureció y un viento huracanado empezó a rugir en las copas de los árboles. Espesos nubarrones corrían en dirección hacia ellos trayendo la obscuridad de la noche: una gran tormenta se cernía sobre ellos. El muchacho se afanaba por poner a la doncella a salvo de aquella terrible tempestad y del peligro de que los árboles que arrancaba pudieran herirla; pero la gran obscuridad y el miedo de que pudiera ocurrirle algo a su amada hicieron que no acertara a encontrar el camino y fuera adentrándose cada vez más en el bosque. Su miedo iba creciendo conforme se iba dando cuenta de su error. La princesa pensaba en la angustia del rey y de la gente de palacio. A veces, como una espada, un terror indescriptible atravesaba su corazón; sólo la voz de su amado, que no cesaba de consolarla, lograba devolverle el ánimo y la confianza, y aliviar la opresión de su pecho. La tempestad seguía rugiendo; todos los esfuerzos por encontrar el camino eran inútiles, y los dos enamorados se sintieron felices al descubrir, a la luz de un rayo, una cueva que, no lejos de ellos, se abría en la escarpada pendiente de una colina cubierta de bosque; allí esperaban encontrar un refugio seguro contra los peligros de la tempestad y un lugar de reposo para sus exhaustas fuerzas. La suerte les fue propicia. La cueva estaba seca y cubierta de limpio musgo. El muchacho encendió enseguida un fuego con musgo y pequeñas ramas secas, junto al cual pudieron secarse. Los dos enamorados se encontraban así solos, uno junto a otro, en un deleitoso apartamiento del mundo, a salvo de peligro, en un lugar tibio y confortable.
En el fondo de la cueva colgaba un matojo de almendro silvestre cargado de fruto, y no lejos de él encontraron un hilillo de agua fresca para calmar su sed. El muchacho llevaba el laúd, y este instrumento les deparó un esparcimiento alegre y sosegado junto al crepitar del fuego. Una fuerza superior parecía querer soltar rápidamente todo nudo dejando que los amantes se abandonaran a la romántica situación a la que el azar les había llevado. La inocencia de sus corazones, el estado de especial encantamiento en que se encontraban sus almas y la irresistible fuerza de la dulce pasión juvenil que les unía, les hizo olvidar pronto el mundo y sus relaciones, y, mecidos por el canto nupcial de la tempestad y bajo las antorchas festivas de los rayos, les sumió en la más dulce embriaguez que haya podido gozar jamás ninguna pareja mortal.
El alborear de una mañana azul y luminosa fue para ellos como el despertar en un mundo nuevo y feliz. Sin embargo, un torrente de ardientes lágrimas que brotaron de los ojos de la princesa le revelaron al muchacho las mil cuitas que se despertaban también en el corazón de ella. Aquella noche había representado para él como una serie de años: de mozo se había convertido en hombre. Con gran exaltación consolaba a su amada recordándole lo sagrado del verdadero amor, la gran fe que infundía en los corazones de los hombres, y pidiéndole que tuviera confianza en el espíritu que protegía su corazón y esperara de él el más sereno porvenir. La princesa sintió la verdad de las palabras de consuelo del muchacho y le confesó que era la hija del rey y le dijo que lo único que le infundía temor era el orgullo de su padre y la aflicción que habría de causarle aquel amor. Después de meditarlo larga y profundamente convinieron en lo que había de hacer, y el muchacho se puso inmediatamente en camino para ir a encontrar a su padre y explicarle sus planes. Prometiendo a la princesa volver muy pronto con ella, la dejó sosegada y en medio de dulces pensamientos sobre lo que iba a suceder después de los acontecimientos de aquel día.
El muchacho no tardó en llegar a casa de su padre; el anciano se alegró de verle llegar sano y salvo, escuchó el relato de lo que había sucedido aquel día y de lo que los dos enamorados pensaban hacer, y, después de meditarlo unos momentos, le dijo que estaba dispuesto a ayudarle. Su casa estaba en un lugar bastante escondido y tenía algunas habitaciones subterráneas en las que podía ocultarse fácilmente una persona. Allí viviría la princesa. Así que al anochecer fueron a buscarla. El anciano la acogió con gran emoción. Luego, una vez se encontró sola en aquel refugio, la joven solía llorar siempre que se acordaba de su padre y de la tristeza que el viejo rey sentiría por la ausencia de su hija; sin embargo, a su amado le ocultaba este dolor; sólo hablaba de ello con el anciano, el cual la consolaba amorosamente, diciéndole que pronto volvería con su padre.
Entre tanto, en palacio hubo una gran consternación cuando por la noche notaron la falta de la princesa. El rey estaba fuera de sí, y mandó gente a buscarla por todas partes. Nadie supo dar razón de su desaparición. A nadie se le ocurría que una aventura amorosa pudiera ser la causa de aquella ausencia; nadie pensaba tampoco en un posible rapto, tanto más cuanto que en la corte no faltaba más que ella. No había lugar a la más leve sospecha. Los mensajeros mandados por el rey volvieron con las manos vacías, y el monarca cayó en una profunda tristeza.
Sólo cuando al atardecer comparecían ante él los trovadores con algunas de sus bellas canciones, en el rostro del anciano parecía dibujarse levemente la alegría de antes: le parecía ver cerca de él a su hija, y con aquellos cantos cobraba la esperanza de volver a verla pronto. Pero cuando de nuevo se encontraba solo se le partía otra vez el corazón de pena y lloraba con grandes sollozos.
«¿De qué me sirve –pensaba para sí– toda la magnificencia de mi corte y toda la gloria de mi estirpe si ahora soy más desdichado que ningún otro hombre? Nada puede suplir la falta de mi hija. Sin ella hasta los cantos de los trovadores no son más que palabras vacías y vanos artificios. Ella era el milagro que daba a estos cantos vida y alegría, forma y poder. ¡Quién pudiera ser el más humilde de mis siervos! Entonces tendría todavía a mi hija, y a lo mejor también un yerno, y nietos sentados sobre mis rodillas: entonces sí sería rey, no ahora. No son la corona y el imperio lo que hacen a un hombre rey. Es aquel sentimiento, total y desbordante, de felicidad y paz, de satisfacción por los bienes que la Tierra nos da, de ausencia de ambición. Esto es un castigo por mi soberbia. No tuve bastante con la pérdida de mi mujer. Y heme aquí ahora sumido en una miseria sin límites.»
Así se quejaba el rey en sus momentos de más ardiente nostalgia. A veces le salía de nuevo su antigua severidad y su orgullo. Encolerizado ante sus propias quejas, quería sufrir y callar como un rey; creía que su dolor era mayor que el de cualquier otro, y que era cosa que correspondía a un rey el sufrir más que nadie. Pero luego, al anochecer, cuando entraba en las habitaciones de su hija y veía sus vestidos colgados, y todas sus pequeñas cosas colocadas sobre las mesas, como si la doncella acabara de salir de allí, olvidaba todos sus propósitos, perdía su continente real y llamaba a sus más humildes criados y les pedía que se compadecieran de él. y toda la ciudad, todo el reino lloraban y gemían de todo corazón con el monarca.
Y ocurrió, curiosamente, que por todo el país corría una leyenda que decía que la princesa estaba viva y que volvería pronto con un esposo. Nadie sabía de dónde venía aquella leyenda, pero todo el mundo se atenía a ella con alegre confianza hasta el punto que todos esperaban con impaciencia el pronto regreso de la hija del rey *. Así pasaron muchas lunas hasta que volvió la primavera.
* _ Adviértase que, según el sistema novaliano, la poesía precede a la realidad, porque lo que mueve la realidad es, precisamente, la poesía.
«Apuesto lo que queráis –decían algunos con extraño optimismo– a que con la primavera vuelve también la princesa».
Hasta el mismo rey estaba más sereno y más esperanzado. La leyenda se le antojaba la promesa de un poder bienhechor. Las antiguas fiestas recomenzaron; para que en la corte volviera a florecer el esplendor de antes parecía que sólo faltaba la princesa.
Una noche, justamente el día que se cumplía el año de la desaparición de ésta, se encontraba toda la corte reunida el jardín. El aire era tibio y sereno; tan sólo una leve brisa dejaba oír allí arriba, en las copas de los viejos árboles, como si fuera el anuncio de un alegre cortejo que se acercara desde la lejanía. En medio de la luminaria de las antorchas y esparciendo miles de centellas por doquier, hasta la obscuridad de las sonoras copas, se levantaba un gran surtidor; el ruido del agua acompañaba la música de los múltiples y variados cantos que sonaban bajo aquella fronda. El rey estaba sentado sobre una rica alfombra, y en torno a él, con sus vestidos de gala, se hallaba reunida toda la corte. Una gran multitud llenaba completamente el jardín en torno a aquel gran espectáculo. Aquella noche, precisamente, se encontraba el rey sumido en profundos pensamientos: con mayor claridad que nunca veía ante sus ojos la imagen de su hija ausente; pensaba en los días felices que, hacía entonces justamente un año, habían terminado de un modo tan inesperado. Se sentía poseído de una gran nostalgia, y abundantes lágrimas bañaban su venerable rostro, pero al mismo tiempo sentía también una extraña serenidad: le parecía como si aquel año de tristezas no hubiera sido más que un mal sueño, y levantaba la vista como si quisiera buscar entre la gente y los árboles la imagen excelsa, sagrada, encantadora de su hija. En aquel momento los trovadores acababan de terminar sus cantos; un profundo silencio parecía delatar la emoción de todos, porque los poetas habían cantado las alegrías del retorno, de la primavera y del futuro, que engalana las esperanzas de los hombres.
De repente el suave sonido de una hermosa voz, desconocida de todos y que parecía llegar de bajo la fronda de una encina secular, interrumpió el silencio del jardín Todos dirigieron la mirada hacia el lugar de donde provenía la voz y vieron a un muchacho vestido de un modo sencillo, aunque desusado, que, con un laúd en las manos proseguía tranquilamente su canción; al advertir que el rey dirigía hacia él su mirada, le correspondió con una profunda inclinación de cabeza. Su voz era extraordinariamente bella y su canción tenía un aire extraño y maravilloso. Hablaba del origen del mundo, de la aparición de los astros, de las plantas, de los animales y de los hombres; de la simpatía omnipotente de la Naturaleza, de la edad de oro y de sus dioses: Amor y Poesía; de la aparición del odio y la barbarie, y de la guerra que estas fuerzas tuvieron con aquellas divinidades bienhechoras, y, finalmente, de la victoria de estos últimos que en el futuro traería el fin de toda aflicción, la nueva juventud de la Naturaleza y el retorno de una edad de oro que no tendría fin.
Mientras tanto, como fascinados por aquel canto, los viejos poetas se habían ido acercando en torno a aquel misterioso extranjero. Un entusiasmo jamás sentido se apoderaba de todos los espectadores, y el mismo rey se sentía como transportado por un torbellino celestial. Nunca se había oído un canto como aquél, y todos creían estar ante un ser del otro mundo, tanto más porque, conforme avanzaba su canto, el muchacho parecía volverse cada vez más hermoso, más espléndido, y su voz cada vez más potente. La brisa jugaba con sus rizos dorados. Entre sus manos el laúd parecía cobrar vida, y su mirada, como embriagada, parecía sumida en la contemplación de un mundo escondido. Hasta la misma inocencia, como de niño, y la sencillez de su rostro les parecía a todos venir de otro mundo. El canto terminó. Los ancianos poetas abrazaban fuertemente al muchacho llorando de alegría. Un júbilo íntimo, callado, corría por toda la multitud. El rey se acercó conmovido al joven. Éste se arrojó humildemente a sus pies. El rey le hizo levantar, lo abrazó de todo corazón y le dijo que le pidiera una gracia. Él, ruborizado, le pidió que le hiciera la merced de escuchar otra canción, y que después de haberla oído decidiera sobre lo que le iba a pedir. El monarca retrocedió unos pasos y el extranjero empezó:

El trovador va por ásperos senderos,
su túnica se rasga entre zarzales,
ha de cruzar torrentes y pantanos
y nadie quiere tenderle la mano.

Solitario y sin rumbo, su corazón cansado
derrama el gran torrente de sus quejas;
apenas puede ya sostener el laúd
y un profundo dolor se apodera de él.

«Triste es la suerte que me dio el destino:
andar errante, no tener a nadie,
a todos llevar paz y diversión
y que nadie conmigo las comparta.
Por mí, sólo por mí, es por quien el hombre
se alegra de su vida y de su hacienda.
Y así, cuando me dan limosna escasa,
crece la súplica en mi corazón.

Indiferentes me dejan marchar
igual que ven pasar la primavera,
y ninguno por mí se inquietará
cuando, apenado, me aleje de ellos.
Ansían solamente la cosecha
y no saben que soy yo quien la ha sembrado;
yo puedo en un poema el cielo darles,
y ellos ni una oración rezan por mí.

Lleno de gratitud siento en mis labios
poderes mágicos: de mí no se separan.
¡Oh si sintiera también en mi mano derecha
los lazos mágicos del amor!
Pero nadie se ocupa del menesteroso
que llegó hambriento de un país lejano.
¿Qué corazón se apiadará de él
y le librará de su dolor profundo?»

El cantor cae entre las altas hierbas
y se duerme con llanto en las mejillas,
pero, el Espíritu divino de sus cantos
planea sobre él y le consuela.
«Olvida desde ahora tus dolores,
pronto te verás libre de tus cargas;
lo que en vano buscaste por las cuevas
lo encontrarás ahora en el palacio.

Cerca estás ya de la gran recompensa,
tu senda tortuosa terminará muy pronto;
tu corona de mirto va a ser una diadema,
la más fiel de las manos se posa sobre ti.
Un corazón sonoro está llamando
a convertirse en la gloria de un trono;
el poeta va subiendo las ásperas gradas,
el poeta se convierte en el hijo del rey.» *

* _ Una vez más: lo que el espíritu del canto le dice al muchacho, en sueños, es lo que ocurrirá en la realidad.
Al llegar a estos versos un extraño pasmo se había apoderado de todos: durante las últimas estrofas había aparecido un anciano que acompañaba a una figura femenina, cubierta con un velo, de noble porte y con un hermosísimo niño en brazos. El anciano y la dama se habían colocado detrás del cantor; el niño miraba sonriente a aquella multitud, extraña para él, y alargaba sus manecitas hacia la resplandeciente diadema que el rey llevaba sobre su cabeza. Pero el pasmo de todos fue todavía mayor cuando, de repente, el águila preferida del rey, la que él llevaba siempre consigo, descendió de entre aquellos grandes árboles llevando en el pico una cinta dorada que debió de haber cogido de las habitaciones de palacio; el ave se posó sobre la cabeza del muchacho y dejó caer la cinta sobre sus rizados cabellos. Este se asustó por unos momentos; el águila, sin la cinta ya, fue a colocarse al lado del rey. El niño alargaba sus brazos pidiendo la cinta; el muchacho se la dio, y luego, hincando las rodillas ante el rey y con voz conmovida, prosiguió su canto de esta manera:

Dejando el trovador sus bellos sueños
con alegre impaciencia se levanta,
bajo los grandes árboles camina
hacia el portal de bronce del palacio.
Los muros son pulidos como acero,
pero él con su canción puede escalarlos
y pronto, entre amorosa y dolorida,
baja la hija del rey hasta sus brazos.

Amor estrechamente los enlaza;
les hace huir el fragor de los guerreros.
Ambos se entregan a las dulces llamas
en su refugio de la noche calma.
Y temerosos, quedan escondidos,
pues la ira del rey los amedranta.
Así, para el dolor y para el gozo,
les llega el despertar cada mañana.

El trovador con suaves melodías
a la joven madre da esperanza.
Un día atraído por los cantos,
allí ha llegado el rey hasta la cueva.
Su hija, al nieto de dorados rizos
le ofrece apartándolo del pecho;
con dolor y con miedo ambos se postran,
y el enfado del rey se desvanece.

Amor y Poesía han ablandado
aun sobre el trono al corazón de un padre;
y rápido sigue, con muy dulce apremio,
al profundo dolor eterno gozo.
Los bienes que habían sido arrebatados
Amor con rica usura los devuelve;
de alegría y perdón son los abrazos;
felicidad del cielo los envuelve.

¡Genio del canto, vuelve a la Tierra!
Una vez más Amor te necesita:
para que en su rey encuentre a un padre
retorna al hogar la hija perdida;
que con alegría la tome en sus brazos,
que tenga piedad de su tierno niño,
y, cuando de amor su corazón desborde,
al trovador abrace como a un hijo.

Al decir estas palabras, que resonaron dulcemente por las umbrosas alamedas del jardín, el muchacho levantó con mano temblorosa el velo que cubría la figura femenina que estaba junto al anciano. La princesa, deshecha en lágrimas y mostrándole el hermoso niño que llevaba en sus brazos, se arrojó a los pies del monarca. El trovador, con la cabeza inclinada, se arrodilló a su lado. Un medroso silencio parecía cortar el aliento de todos. El rey permaneció unos momentos silencioso y grave; luego, entre grandes sollozos, tomó a la princesa en sus brazos y la estrechó fuertemente contra su pecho; así permaneció largo tiempo. Después hizo levantar al muchacho y lo abrazó tiernamente. La multitud, exultando de júbilo, se apiñó en tomo al monarca y los jóvenes esposos. El rey cogió al niño en brazos y lo levantó en alto como presentándolo devotamente al cielo; luego saludó amablemente al anciano. Todo el mundo lloraba de alegría. Los poetas prorrumpieron en cantos; y para aquel país, aquella noche fue como la sagrada vigilia de una vida que desde entonces fue sólo una hermosa fiesta.
Nadie sabe qué ha sido de aquel país. Las leyendas dicen sólo que la Atlántida desapareció de los ojos de los hombres bajo las aguas del Océano.

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